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La pandemia de 2020 ha sido dura para todos los católicos. El ayuno eucarístico durante este tiempo puede recordarnos lo que soportaron los héroes de la fe del siglo XX en las iglesias clandestinas, y lo que los confesores del siglo XXI en China y en otros lugares soportan hoy en día. Y eso no es algo malo. Aun así, es muy, muy difícil ser la Iglesia católica sin ser una Iglesia vibrante y eucarística. Eso es así para todos. El pueblo de la Iglesia debiera darse cuenta de que este es particularmente el caso de los sacerdotes.

Los sacerdotes que viven su sacerdocio como la Iglesia católica entiende esa vocación única — como una representación del sacerdocio eterno de Jesucristo, esposo de la Iglesia — extrañan muchísimo a sus congregaciones eucarísticas. Han dedicado sus vidas a alimentar al rebaño, y no poder hacerlo como lo hicieron hace ocho meses es una tristeza constante. Los párrocos también están soportando en estos días cargas financieras más pesadas a medida que disminuyen las ofrendas. También están los desafíos serios que implica mantener a flote las escuelas parroquiales dadas las circunstancias actuales de la salud pública. Ningún hombre que entrara al seminario tras la larga cuaresma de la crisis del abuso sexual de 2002 podía imaginar que acogía una vida fácil. Pero nadie esperaba esto.

Razón de más, pues, para la celebración el 31 de octubre de la beatificación de un párroco excepcional, el P. Michael McGivney, fundador de los Caballeros de Colón, que murió durante la pandemia de 1890.

Nació en 1852 de padres inmigrantes, y su breve vida coincidió con el mayor período de expansión en la historia católica de los Estados Unidos. Esa expansión también ayudó a definir su ministerio heroico y su genialidad. A finales del siglo XIX, los Estados Unidos no tenían nada remotamente parecido a la red de seguridad social creada desde el New Deal (Nuevo Trato). Las familias inmigrantes y de primera generación que perdieron a su único asalariado podían encontrarse en una situación desesperada. El P. McGivney fundó los Caballeros de Colón en 1882 en colaboración con líderes laicos católicos de New Haven, Connecticut, y creó un nuevo modelo de acción pastoral católica: una organización fraternal que atendería las necesidades espirituales y materiales de sus miembros mientras servía a los desposeídos, los indigentes y los que estaban en peligro de fracasar en su nueva patria. El catolicismo ha sido uno de los grandes integradores de los inmigrantes en la historia estadounidense, y no es poco el crédito que se debe a los Caballeros.

Los Caballeros de McGivney también anticiparon la enseñanza del Concilio Vaticano II de que la vocación laica en el mundo es justamente eso: una vocación, un llamado divino a vivir la Gran Comisión dada a cada católico en el bautismo: "Vayan y hagan discípulos..." (Mateo 28:19). Siguiendo el ejemplo del P. McGivney, los Caballeros han sido una fuerza para la evangelización y para la caridad, y han proporcionado un apoyo filantrópico importante a muchas iniciativas católicas, incluyendo las comunicaciones del Vaticano. En la arena pública, la reciente y robusta defensa de la libertad religiosa de los Caballeros sigue el ejemplo de su trabajo por la justicia racial. Los capítulos de los Caballeros de Colón en los campus nominalmente católicos hoy en día proporcionan a los jóvenes serios sobre su catolicismo un medio para evangelizar a sus pares mientras nutren su propia fe.

La beatificación del P. Michael McGivney es una bendición para la organización que fundó e inspiró; es también un elogio de la Iglesia universal a los párrocos de los Estados Unidos. Dos de los mejores fueron llamados a casa del Señor en los últimos meses, y aunque no hay forma de saber si finalmente seguirán al beato Michael McGivney en el calendario litúrgico de la Iglesia, su memoria ya está firmemente alojada en los corazones de las personas a las que sirvieron, y se erigen como nuevos modelos de bondad sacerdotal.

Uno de sus admiradores me dijo que, de no ser por la pandemia, toda la ciudad de Grand Rapids, Michigan, podría haber acudido en mayo al funeral del P. Dennis Morrow. Tan querido era este pastor, policía y capellán del departamento de bomberos. Conocí a Den Morrow en la universidad y continuó siendo una roca de la fe católica durante los siguientes 50 años.

El P. Philip Tighe llegó al seminario después de una carrera en el mundo de los negocios, y por el año de diaconado que sirvió en mi parroquia de Maryland, estaba claro que sería un sacerdote magnífico, deseoso de guiar a otros en la aventura de la ortodoxia, lo cual le observé hacer felizmente cuando se convirtió en el párroco de la familia de mi hija en Carolina del Norte. Su muerte el 31 de agosto privó a la Diócesis de Raleigh de un líder espiritual excepcional.  

Como en la Jerusalén celestial no hay rivalidad ni celos, es fácil imaginar a los Padres Morrow y Tighe celebrando la beatificación del P. McGivney con él. Que estos tres grandes sacerdotes estadounidenses intercedan por todos nosotros. 

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