Entre lobos
Monday, July 1, 2019
*Rogelio Zelada
Las palabras del maestro no encontraron esta vez un buen eco en el corazón de los discípulos, tanto que de repente todos pensaron o quisieron pensar haber oído mal. La mayoría no ha podido entender todo el alcance del anuncio de Jesús, pero ha tenido miedo de preguntar su significado. Solo Pedro, que no ha podido soportar que Jesús hable de rechazo, de padecer, de ser asesinado por la conspiración de los sacerdotes y los maestros de la ley, y que en privado lo ha increpado por la imprudencia de lo que considera una locura sin sentido. Al momento, Jesús enérgicamente rechaza la propuesta de Pedro y lo compara nada menos que con el mismo Satanás: “Pedro, tus pensamientos vienen del mundo y no de Dios”.
Una y otra vez Jesús anuncia su dolorosa muerte y el posible destino de martirio de los que desean compartir con él su cáliz. Un camino difícil que, por fidelidad a su maestro crucificado, deberá afrontar la Iglesia a través de los siglos. La vida gloriosa de la resurrección es el final de muchas historias dolorosas que tocará vivir desde el comienzo mismo de la fe cristiana creyente.
A Esteban apenas le quedará tiempo para perdonar a sus asesinos que lo aplastan tras una lluvia de piedras. Pedro, crucificado con los pies hacia arriba, regará con su sangre la arena de Roma, y Pablo, por ser ciudadano romano, tendrá el “privilegio” de una rápida muerte cuando el verdugo, con un golpe de espada, cercene su cabeza. El martirio será el signo que identifique el más alto honor de las comunidades cristianas de los primeros siglos y también de toda la historia de la Iglesia.
Visitaba yo en París la iglesia del Convento de los Padres Carmelitas; un santuario que guarda las reliquias de 191 mártires del terror, que en nombre de “la libertad, la igualdad y la fraternidad”, la Revolución Francesa asesinó en varios lugares de la Ciudad Luz. El templo guarda en su nivel inferior los cráneos de los arzobispos, obispos, sacerdotes, religiosos, y laicos que, por fidelidad al Evangelio, se negaron a jurar la constitución civil del clero, por considerarla fundamentalmente opuesta a la fe de la Iglesia.
El templo del Carmen, convertido en cárcel del clero, tenía, a ambos lados de la nave, dos escaleras que conducían a la huerta de los frailes carmelitas: por una debían bajar los que se negaban a firmar la constitución revolucionaria, y allí mismo recibían un disparo en la sien y sus cuerpos eran arrojados al jardín, a una fosa común; por la otra puerta abandonaban el templo los que se plegaban al miedo y firmaban el acta que disolvía sus vínculos con la Iglesia de Roma.
Bajar a la cripta hondamente impresiona el ánimo del que la visita; cientos de cráneos humanos, cada uno de ellos con la huella de un disparo en la cabeza, se encuentran perfectamente colocados en unos grandes relicarios encerrados con rejas de hierro. Todas las víctimas de este martirio colectivo, que sucedió al principio del mes de septiembre de 1792, fueron beatificadas por Pío XI en 1926. Junto a estas reliquias de los mártires de Francia, por expreso deseo personal, se encuentra la tumba de Federico Ozanam, un laico y político francés que fundó la Sociedad de las Conferencias de San Vicente de Paúl.
Dos años después del crimen de los mártires de París, 16 Madres Carmelitas del Monasterio de Compiégne fueron a la guillotina por la misma razón que estos. A las religiosas contemplativas, como a todas las monjas de Francia, les confiscaron su monasterio, ya que todos los conventos, también en nombre de la “libertad”, fueron suprimidos. La terrible persecución contra la Iglesia y las comunidades religiosas, amparada por una ley del 13 de febrero de 1790, declaró que la vida conventual y claustral eran “enemigas de la razón”. Las carmelitas descalzas fueron obligadas a dejar no solo el monasterio sino también los hábitos religiosos, forzadas por una “revolución” ansiosa por “liberarlas” de aquel “sometimiento contrario a la libertad que era la vida religiosa”, y de algo tan “innecesario” como el “dedicarse a la oración y a la vida contemplativa”. Las religiosas, desde el más absoluto anonimato, siguieron su vida de comunidad clandestinamente, en algunas casas de fieles católicos. El culto fue eliminado y sustituido por el “culto a la diosa razón”, con una prohibición que alcanzaba incluso el ámbito privado. Toda expresión religiosa detectada y denunciada podía ser considerada como alta traición a la Revolución, un delito que conllevaba la pena de muerte.
Una denuncia anónima al Comité de Salud Pública desató las iras de las autoridades, que detuvieron a las monjas acusadas de burlar las leyes al vivir en comunidad y fueron condenadas a muerte por “conspirar para restablecer la monarquía y la preponderancia católica”. Las trasladaron con las manos atadas a la espalda a la Conciergerie de París, repleta de sacerdotes y religiosos condenados a muerte. Acusadas de fanatismo, de mantener los votos religiosos, vivir en comunidad y “apego a esas creencias infantiles y a sus tontas prácticas religiosas”, y de ocultar armas en el convento.
La priora, la M. Teresa de San Agustín, blandiendo su crucifijo respondió al tribunal: “Esta es la única arma que guardamos en el convento y jamás hemos tenido otra”.
El 17 de julio de 1794, junto a la guillotina, las religiosas renovaron sus promesas bautismales y los votos que las unían al Carmelo. Cantaron el Te Deum y subieron tranquilas al cadalso, y las 16 carmelitas fueron guillotinadas mientras iban entonando el Veni Creator Spiritus. El papa San Pío X las inscribió en la lista de los beatos mártires el 27 de mayo de 1906.
Como antes, y desde entonces, la lista de mártires de la Iglesia Católica ha crecido y se ha extendido a todas partes del mundo, desde las dictaduras comunistas del este de Europa, al Asia, al mundo árabe, a Latinoamérica, África, India, etc.
Ya lo sabemos, los discípulos no podemos ser menos que el Maestro y el leño seco no podrá ser mejor tratado que el verde. En definitiva, desde las palabras proféticas de Cristo, no podemos perder de vista que hemos sido enviados como ovejas en medio de lobos.
Comments from readers