El tiempo de Dios
Monday, November 6, 2017
*Rogelio Zelada
El autor sagrado del libro del Génesis, con brillante lógica, describe los seis pasos fundacionales de la Creación.
El Espíritu, que desde el no tiempo “aleteaba sobre la superficie de las mansas y quietas aguas”, es el primer testigo privilegiado de la creación de la luz que enciende los rincones del primer día del trabajo divino. Luces y sombras de las que brota incontrolable el paso de los días y las noches. El tiempo es la primera y precisa gran creatura nacida para marcar sobre la tierra el ritmo de la vida, las estaciones, las etapas del acontecer humano, esa creatura favorita de Dios. En la creación del universo, lo primero que la voz de Dios saca de la nada primordial es el tiempo; un tiempo sagrado en el que el Señor es el único protagonista, el único y extraordinario actor que hermosea de nubes el gran lienzo que ha pintado de azul, de rojos encendidos, de rosadas auroras y negras tormentas.
Después del tiempo, que no es más que luz y sombra, como perfecto artesano crea los espacios; llena las aguas de vida hasta reventar, hace correr en verdes bosques, llanos y montañas una multitud de gamos, gacelas, caballos y toda clase de vivientes a los que el hombre y la mujer, moldeados del rojo barro a su imagen y semejanza, tendrán como primer encargo ponerle nombre.
Ese tiempo de Dios (Kairos) le dio paso al tiempo del hombre sobre la tierra (Kronos). El kairos donde Dios actúa es siempre tiempo presente y esa acción creadora, única, inagotable e irrepetible se mantiene en pie porque procede de Dios; perfecto acto presente para quien no hay ni tiempo, ni espacio, ni pasado, ni futuro, y por eso su obra se mantiene por y para siempre.
Cuando Jesús quiso dar un carácter absolutamente definitivo a sus palabras, empleó una expresión que entendían perfectamente sus oyentes: “Pasarán el cielo y la tierra, pero mis palabras no pasarán”. Con esa frase quiso decir: antes se acabará todo aquello que es imposible que termine, por ser obra de Dios, que deje de cumplirse ni una sola de mis palabras.
El tiempo entregado al hombre y la mujer sobre la tierra es simple, limitado y corto, de un existir caduco e intrascendente.
Pero cuando el Dios creador entra de lleno en la historia humana, ésta se transforma y cambia la realidad de su naturaleza. Por eso la gran epopeya de la Pascua, la extraordinaria acción del Señor liberador de su pueblo, es un acto permanente en el tiempo, vivido en el hoy, no en el ayer.
Cuando Israel celebre la fiesta de la gran salida de Egipto, el acontecimiento central de su fe y de su nacimiento como pueblo escogido, no lo hará como un recuerdo glorioso del pasado, sino como un acontecimiento permanente. Hoy, el Señor Dios de Israel nos ha liberado de la opresión de la esclavitud de Egipto.
Si en la Pascua hebrea Dios intervino sobre la historia humana, en la Pascua del Señor Jesús, Palabra Encarnada, Hijo único de Dios, su actuar redentor se realizó desde dentro del acontecer humano; así, cuando los cristianos celebramos la Pascua actualizamos su misterio, lo localizamos en el hoy, como acto permanente del Resucitado.
Lo mismo sucede con todos los sacramentos, obra de Cristo que es su actor. La Eucaristía en que participamos es la misma y única celebración de la última cena, presidida por Cristo a través del ministerio del presbítero o del obispo. Un teólogo de la Edad Media decía que era como si la historia se replegara, se encogiera, para colocarnos ante la pasión, muerte y resurrección del Señor, porque estamos ante el mismo acontecimiento pascual y no uno nuevo, repetido o diferente.
La liturgia de la Iglesia es el acto solemne de transformar el Kronos en Kairos. Los tiempos litúrgicos, los ciclos, las fiestas, las solemnidades, buscan introducirnos en el misterio pascual, de llevarnos a ese ámbito sagrado de manera progresiva y pedagógica.
El Adviento, comienzo del Año Litúrgico, nos llevará a recorrer en cuatro semanas el tema de la espera de la Parusía; nos hará escuchar los textos mesiánicos del viejo testamento y nos propondrá un rico itinerario en cada uno de los tres ciclos anuales.
El primer domingo pondrá nuestra atención en la espera, por eso nos invita a estar en vela, porque se acerca ya el momento de nuestra liberación. La figura que aparece es la del pueblo de Israel, el resto fiel que aguardaba la llegada del Mesías. El domingo segundo es el de la conversión. Su grito: conviértanse, preparen los caminos, porque todos verán la salvación de Dios. Destaca la figura de los profetas, aquellos que anunciaron al Cristo salvador. El tercer domingo nos pide acoger al que ya llega y a tener los ojos abiertos para poder descubrir los signos del que estará en medio de nosotros, su pueblo, y nos bautizará con Espíritu Santo. La figura central de este domingo es la de Juan Bautista, el último de los profetas, el que anuncia la inmediatez del Mesías y el que cierra el Antiguo Testamento. El cuarto domingo es el del anuncio: en sueños a José, en visiones celestiales a María y en cántico glorioso y exaltado en la visita a la parienta Isabel.
La Virgen Madre es la imagen perfecta de este último domingo del Adviento porque en María se cumple todo lo que habían anunciado los profetas; ella, como pobre de Yahvé, supo aguardar como nadie más la llegada del Salvador de su pueblo. Con su “hágase” allanó de manera única la venida del Señor, y ella, una mujer extraordinaria, es la primera persona del Nuevo Testamento, la que lo abre y le da al Adviento la impronta de ser el tiempo mariano por excelencia.
La virgen de la espera, la Hija de Sión, la llena de gracia, la nueva Eva, la sierva del Señor, la virgen de la escucha, la bendita entre todas las mujeres, la virgen del Adviento, la Santa Madre de Dios, nos dará a Cristo en la noche buena de la Navidad. Un tiempo alegre, la gran fiesta de la Gloria de Dios entonada en los cielos y en la tierra ante el misterio de Cristo, Luz del mundo.
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