Y cuando todo acabe...
Monday, September 4, 2017
*Rogelio Zelada
En su carta, San Pedro, quiso advertirnos de algo fundamental: ¿Qué esperamos de Dios? y nos pide encarecidamente que, a todo aquel que nos las pida, demos convencidas razones de nuestra esperanza. Esa gran pregunta sigue siendo actual: ¿cuál es nuestra esperanza? Porque en definitiva la firme esperanza de todo creyente no es más que confiar en la palabra de aquel en quien creemos.
En nuestro andar por la historia, solo la virtud de esperar en la fe nos permite mantener la mirada clara, el ánimo dispuesto, el corazón sereno y el paso firme, cada mañana. No se trata de la esperanza humana, buena pero insuficiente compañía, sino de aquella que tiene a Dios por fuente y que no se agota, sino que permanece viva más allá de toda evidente imposibilidad.
Es la fuerza que mantuvo firme la fe de Abraham que “esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones”. Isabel llama bienaventurada a su prima María porque esta ha creído, porque María está segura de que todo lo que el Señor le ha dicho se cumplirá.
El Evangelio nos propone a María como el gran modelo del creyente, de aquel que vive hondamente la esperanza. Ella, sin entenderlo, acepta lo que Dios le ha propuesto, no porque entienda con claridad hasta dónde la va a llevar el Señor, sino porque confía totalmente en su palabra, porque sabe en quien se ha confiado. Muchas veces, como una antífona sacra, repite el evangelista: “María guardaba estas cosas en su corazón”. Una imagen que debe iluminar la esperanza de todo el que asume el riesgo de la fe, llamado a rumiar en el corazón su historia, su acontecer para entrever aquellas luces que dan sentido a las piedras y dificultades del camino.
San Juan XXIII nos prevenía de los falsos mensajeros de las malas noticias, los que en todo momento se ciegan a la esperanza y como agoreros de desdichas predicen un mundo venidero oscuro, alejado de Dios y cerrado a la alegría de la fe. Decía el Santo obispo de Roma que siempre hemos estado, estamos y estaremos en las manos de la Divina Providencia. Esa es la realidad que debemos guardar en el corazón, entreviendo que el Señor Dios, paciente y misericordioso, no se ha olvidado de escribir recto con los retorcidos renglones de la historia humana.
María es un don hecho signo para nuestros pueblos. Ella levantó el ánimo y encendió la esperanza del indio sojuzgado, del negro esclavizado, del criollo oprimido, y se convirtió en bandera, en invocación, en compañía, en fortaleza ante la batalla desigual, en victoria y en canto agradecido.
Para el pueblo cubano, Santa María de la Caridad, en su imagen marinera y mambisa, ha sido, es y será, la gran compañía de los pobres; firme consuelo y suave abrazo materno en los más difíciles momentos de la vida. Desde los albores de su historia y su devenir como pueblo, la Virgen de la Caridad sembró de esperanza el desamparo de los bohíos, la tristeza de los abandonados, el dolor de los enfermos, las ansias libertarias de una nación en ciernes, los desencantos, las traiciones y las falsas promesas, los exilios, el desarraigo y los interminables tiempos de tiranía que han sido una y otra vez el pan de su pueblo.
Su pequeña imagen abre las alas de su manto para cobijarnos a todos y llamarnos cada día a confiar en las promesas de Dios; y también a retomar en el corazón nuestro presente, desde una mirada de fe asentada en Cristo, su Hijo, porque todos estamos juntos dentro de la barca que acoge a los tres Juanes, solos en la inmensidad de un mar proceloso donde ella es la estrella del mar, la única que nos conducirá en su momento preciso a todos sus hijos al puerto seguro donde Cristo nos aguarda.
¿No es eso lo que cantamos: “Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra”.
La imagen popular de la Virgen de la Caridad coloca en la canoa de Nipe a dos indios naturales cubanos y un niño negro esclavo. Mirándolos nos damos cuenta que ellos realizan dos acciones a la vez: reman y rezan, trabajan y oran; todos con la mirada puesta en la Virgen que los acompaña desde lo alto.
La esperanza nos mueve a pedir que se adelante la hora que aguardamos, pero también a trabajar para acercar el tiempo de la justicia, de la misericordia, del perdón, del entusiasmo por las cosas del Reino de Dios y por la llegada de una tierra nueva donde todo sea con todos y para el bien de todos. La Virgen de la Caridad nos llama una vez más a vivir la fortaleza que brota de confiar solo en Dios, que se llama Esperanza. Una virtud teologal que anclada en la Fe nos lleva siempre a la Caridad. San Pablo nos dijo que al final de los tiempos, cuando todo acabe, no hará falta la fe y ya habrá cumplido su cometido la esperanza.
Hace años recibí estos versos de la Dra. Mercedes García Tudurí que son una hermosa reflexión personal sobre esa última realidad.
“Cuando lo deje todo, y aunque no me haga
falta,
deja que me acompañe la esperanza.
Fue, sabes, lo más bello que me diste: no
me faltó en la víspera sombría
y me sostuvo hasta llegar el alba de tu
día infinito.
Ella me dio las fuerzas para vivir el
tiempo interminable del exilio.
Es tan tenue e ingrávida que no me pesará
sobre las alas.
Su presencia inefable recordará la
ausencia que sentí de tu gracia
y me hará más dichosa tu eternidad.
¡aunque no me haga falta deja que me
acompañe la esperanza!”
Comments from readers