Los m�rtires de la Florida
Monday, November 28, 2016
*Rogelio Zelada
La barca ha atracado en un exuberante y desconocido lugar. La travesía al nuevo mundo, larga y accidentada, ha llevado a los marineros a las costas de la “Tierra de Pascua Florida” y el padre Pedro Martínez, junto con un pequeño grupo, decide adentrarse en la espesura boscosa de Tallahassee para encontrar grupos de indígenas y poder cumplir con la misión que lo ha llevado al extremo del mundo conocido: anunciarles el Evangelio de Cristo.
Es el mes de agosto del Año del Señor de 1566 y el joven jesuita, nacido en Teruel, ha aprovechado el tiempo de su navegación para catequizar a la tripulación con sus canciones, su testimonio y sobre todo con la alegría de una fe contagiosa que acercó a todos los marineros al sacramento de la penitencia.
Sin sospecharlo, han llegado a territorio hostil, donde los hugonotes han fomentado en los indígenas un profundo odio contra los católicos españoles. Mientras el padre Martínez aguardaba al resto de la comitiva, un grupo de nativos lo rodeo y allí, en la orilla, su sangre regó la tierra que había venido a salvar para Cristo. Fue el primer jesuita mártir de la fe en el Nuevo Mundo.
Este religioso, junto con dominicos, franciscanos y un enorme número de nativos conversos, han sido declarados Siervos de Dios al iniciarse su proceso de beatificación por iniciativa de los obispos de la Florida; porque en este territorio del sureste norteamericano fueron martirizados, por odio a la fe, más de 80 evangelizadores y miles de nativos americanos.
Desde 1549 hasta 1706, florece una intensa labor misionera llevada a cabo por importantes órdenes religiosas. En 1549, cerca del río Suwannee, es asesinado el dominico Luis Cáncer, junto con un grupo de compañeros de la orden que venían de misionar en Puerto Rico y Guatemala.
A mediados de 1571 son martirizados ocho jesuitas y la Compañía de Jesús decidió aplazar para otra ocasión su misión en la Florida.
En 1611, junto con 17 indígenas, es martirizado el franciscano Vicente Ferrer de Andrade.
En la zona de Apalache, Tallahassee, fueron torturados y quemados vivos tres franciscanos, nueve indígenas conversos, y la familia del gobernador del asentamiento misionero; a la esposa, embarazada, le arrancaron del vientre al bebé que esperaba. Casi todos los templos que los franciscanos habían levantado fueron reducidos a ceniza. Otro franciscano, nacido en Cuba, fray Luis Sánchez, recibió el martirio en 1696, junto con sus dos monaguillos nativos, por negarse a renegar de la fe de la Iglesia.
A mediados de 1704, los ingleses, junto con un nutrido grupo de blancos e indios, crucificaron al anciano militar Baltasar de Francisco. Por entonces son también asesinados, junto con otros compañeros, los franciscanos Juan de Parga Araujo y fray Tiburcio de Osorio, nacido en la Habana, Cuba.
En 1705, el floridano padre Agustín de León intentó rescatar a dos de sus monaguillos que habían caído cautivos de los ingleses. Para ello se ofreció como rehén, a cambio de la libertad de los dos jóvenes indígenas. Todos fueron asesinados al momento, junto con el guía que se había ofrecido para acompañarlo.
Las más fuertes persecuciones y asesinatos ocurrieron entre 1704 y 1706, cuando las tropas al mando del coronel James More —unos 50 soldados— con el apoyo de más de 1,500 indios, destruyeron a sangre y fuego todas las comunidades que habían levantado los misioneros franciscanos. Salvajemente torturaron y asesinaron a sacerdotes e indios católicos; entre ellos Don Patricio de Hinachuba, jefe indio del lugar, perfecto conocedor de la lengua hispana, que cinco años atrás había escrito al rey de España para denunciar algunos abusos. Carta que el monarca respondió en 1700, ordenando a la autoridad civil procurar dar a los nativos buen trato, ayuda, protección y defensa.
El número de caciques conversos asesinados en esta etapa terrible fueron más de una veintena y tal vez fueron miles los nativos martirizados por defender su fe: apaleados, cortados en trozos, degollados o quemados vivos. Los sobrevivientes fueron reducidos a esclavitud y vendidos a los ingleses en las Carolinas y Georgia.
El papa Clemente XI creó en 1704 una comisión para analizar y documentar el martirio de indios y misioneros en la Florida. Al año siguiente, el papa encomienda a Lucas Alvarez de Toledo, comisario general de las Indias, que redacte un informe y recoja los testimonios sobre los mártires.
Mons. Agustín Verot, primer obispo de San Agustín, comenzó a recoger datos que permitieran estudiar y valorar la memoria de los mártires floridanos. Más tarde, Mons. John M. Gannon hizo los primeros intentos para introducir este proceso —para conseguir la declaración de la Iglesia sobre la heroicidad martirial de estos indios y misioneros— y presentó ante la Santa Sede una importante documentación, pero la segunda guerra mundial hizo postergar todo el proceso.
Ya en 1980, la causa de beatificación de estos mártires de la Florida recibió un fuerte impulso de Mons. René Gracida, entonces obispo de Pensacola-Tallahassee. El actual prelado de esa diócesis, Mons. Gregory Parkes, junto con Mons. Felipe Estévez, obispo de San Agustín, han abierto la fase diocesana del proceso de beatificación de todos estos mártires de Florida. Lo hicieron con una solemne Eucaristía, celebrada el 12 de octubre de 2015, en unos terrenos al este de Tallahassee, donde en el futuro se espera poder levantar un santuario dedicado a la Reina de los Mártires: los mártires de la Florida.
El Dr. Waldery Hilgeman, miembro de Missio Pastoralis, organización radicada en Roma, será el postulador general a cargo de promover la beatificación y hacer que el proceso llegue pronto a buen término. Por la extensión de esta causa han sido nombrados cuatro vice-postuladores: por la Orden Dominica, el P. Alberto Rodríguez; por los indígenas martirizados, el P. Wayne Paysse; por los Franciscanos el P. Bill Wilson y por el mártir Jesuita, Sixto J. García.
Estos mártires son testigos valiosos de la fe y de la fidelidad a la Iglesia; religiosos europeos que trabajaron para inculturar la fe. Para ello aprendieron las lenguas indígenas y catequizaron a partir de la cultura local. Su compromiso con la fe en Cristo fue total. Gracias a ellos, muchos años antes de la llegada de los peregrinos del Mayflower, ya se hablaba y se rezaba cristianamente en estas tierras del sureste norteamericano.
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