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Esdras, maestro de la Ley, ha subido al estrado levantado en la plaza que está enfrente de la Puerta del Agua. Una enorme multitud aguarda silenciosa mientras desenrolla cuidadosamente el sagrado volumen del libro de la Ley que va a proclamar por primera vez en toda la historia de Israel. Ese primer encuentro con la Palabra revelada impresiona y asusta al pueblo que no solo se reconoce pecador sino sobre todo incumplidor de tantos divinos mandamientos. El escriba, al escuchar el llanto de la gran asamblea, los tranquiliza recordándoles la importancia de ese día donde nadie puede estar triste ni llorar ante la gran misericordia de Dios y como colofón les ordena ir a comer y a compartir; a hacer fiesta con manjares suculentos y caldos deliciosos, porque ese gran día había que celebrar la ternura del Señor para con sus elegidos.

Para Israel la cena en común era ocasión para poner en marcha un delicado ritual que celebraba la bendición de Dios. La comida era la caricia con la que Dios bendecía a su pueblo; un acto tan sagrado que realizaba la hospitalidad, como el banquete  apresurado y delicioso que Abraham le ofrece al Señor junto a la encina de Mambré, o como los panes y los peces recién asados con los que el Resucitado convida a la comunidad postpascual junto al lago, al final del texto juanino.  Los llama desde la orilla: “Muchachos, vengan a almorzar”, y en ese compartir se reflejan todas las cenas que Jesús compartió no solo con ellos sino también con fariseos, pecadores, gente de poca monta y peor fama, a los que animó a sumarse a la obra del Reino de su Padre Dios.  Mateo, Marcos, Lucas y Pablo nos dieron testimonio de ello y especialmente de la extraordinaria cena de Pascua que Jesús compartió como comienzo y despedida. 

Jesús aparece a lo largo de todo el Evangelio  desconcertando a propios y extraños, ignorando deliberadamente todas las reglas del buen comer que tanto inquietaban a la gente y la cultura de su época, en la que sentarse a la mesa implicaba además de compartir los mismos valores,  poseer un mismo nivel y honor social. Nadie podía incluir en su mesa a personas de inferior rango u honor; ni pecadores, ni enfermos, ni publicanos. De esa manera, como las mujeres no poseían honor social, estas estaban excluidas de la cena, que era un espacio reservado a los varones; de ahí la alarma que provoca aquella mujer que irrumpe en casa de Simón el Fariseo y se coloca a los pies de Jesús para lavar y perfumar sus pies, o el nerviosismo de Marta que no sabe como sacar a María de la sala donde se ha sentado muy cómodamente para escuchar al Maestro rodeada por todos los hombres que han venido para aprender de sus enseñanzas.

El obsesivo cuidado del honor social es un dato que está presente en la parábola de los invitados a las bodas del hijo del rey. En aquel tiempo, una invitación para una cena debía estar acompañada por la lista de los asistentes, para ver si convenía o no reunirse con esas determinadas personas. Era de rigurosa etiqueta comprobar el honor de los participantes, y también era de rigor dar las excusas tradicionales que acompañaban estas negativas: “Me he casado”, “He comprado una yunta de bueyes y debo probarla” etc., y que eran la forma elegante de decir no quiero asistir, ni reunirme con esa gente, -aunque sea el mismo rey quien invite.

Los evangelistas no nos dan muchos detalles de la cena en el desierto, ni como los cinco mil comensales se pudieron purificar legalmente antes de comer el pan y el pescado, donde no había agua disponible para lavarse las manos. Eso constituía un enorme problema entonces. La gente debía preguntarse ¿con quién voy a comer?, ¿de qué manera ha sido preparada la comida?, ¿dónde debo sentarme?, etc. Una serie de inquietudes que se tomaban en cuenta al participar en una comida. Así se entiende por qué  Jesús es atacado una y otra vez frente a sus discípulos por saltarse las reglas: “Su maestro come y bebe con pecadores”.

Para Cristo y su comunidad, la mesa compartida es el signo de la gran inclusividad del Reino de Dios.  Mateo anuncia que vendrá gente del norte y del sur, del oriente y del occidente; de todas partes y condición para compartir la misma cena del Señor (Mt. 8, 11-12). Es el Señor quien nos invita a salir a los calles y avenidas  para buscar a todos los que encontremos en el camino (Mt.22,9), porque la mesa de Cristo y de la Iglesia es el lugar donde todos deben ser bienvenidos y aceptados al nivel de conversión donde se encuentran.

  

Comments from readers

Sr Maria Elena Larrea osf - 07/21/2014 04:21 PM
Thank you Rogelio is always refreshing to see your articles and this one in particular is refreshing.
Michele MacEachern - 07/21/2014 12:19 PM
Thank you for your wisdom, Rogelio! I pray for the day when all of our "separated brothers and sisters" (as St. John XXIII called non-Catholic Christians)can join us and celebrate at the common table.

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