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Samuel ha llenado de aceite nuevo y perfumado el cuenco que con temor ha escondido bajo su manto. Conoce muy bien los resabios de Saúl y está más que convencido de que el rey no dudará en cortarle el cuello si llega a saber que se encamina a Belén para consagrar a su sucesor. 

Los reyes de Israel, elegidos y ungidos por Dios, no sufrían mucho de escrúpulos a la hora de eliminar con tajante violencia cualquier amenaza que pretendiera arrebatarle el poder y el trono; aunque el competidor hubiera sido elegido también por el mismo Dios. 

Aunque es grande y profunda la amistad del profeta con el Señor Dios de Israel, no puede evitar que un frío estremecimiento recorra todos sus huesos cuando este le ordena marchar a Belén para allí ungir a un hijo de Jesé. Dios, perfecto conocedor de la naturaleza y la debilidad humana, le propone a Samuel una estratagema para despistar a Saúl: deberá tomar una novilla del aprisco y si algún curioso le pregunta, decirle que el propósito de su llegada a Belén no es otro que ofrecer un sacrificio que el Señor le ha indicado hacer allí.

Mientras camina hacia la pequeña aldea, en su mente repite las palabras que Dios le ha dirigido: “Colma de aceite tu cuerno y vete a la casa de Jesé, en Belén. Porque allí he visto uno de sus hijos que he separado como rey”.

El Señor “ha visto”, es decir “se ha fijado en”, ha elegido a un anónimo desconocido y lo ha hecho tomando totalmente la iniciativa en una historia que irá revelando poco a poco. El texto bíblico afirma la total libertad de un Dios que para llevar a cabo sus planes no necesita de la fortaleza, sino de la debilidad humana. Alguien que ve de otra manera el devenir de la historia y sobre todo a sus protagonistas. Eligió a Abraham, un anciano con una esposa que además de ser de avanzada edad, era estéril. Escogió a Moisés, un fugitivo tartamudo. Y ahora ha elegido a un niño que cuida en el campo el rebaño familiar.

Agar, que huye al desierto temerosa de la ira de Saraí, recibe el consuelo de Dios y el anuncio de un futuro prometedor para su hijo Ismael y exclama emocionada: “He visto al que me ve”. Siglos después Moisés, ante la zarza que no se consume, escucha asombrado la voz del Dios de Abraham, Isaac y Jacob: “He visto la humillación de mi pueblo en Egipto”.

Ese “ver” de Dios es un misterio inabarcable al que sólo es posible aproximarse desde una confianza a toda prueba. Cuando Samuel llega a la casa de Jesé, piensa que Eliab, de gran estatura y fortaleza, es el elegido al que ha de ungir. Ha visto con sabios ojos de profeta, pero su mirada no puede llegar a la profundidad de la de Dios “que no mira las apariencias, sino el corazón”.

Desfilaron ante Samuel, Abinadab, Sama, y otros cinco hijos más, pero ninguno de ellos fue elegido. Inquieto, el profeta intuye que debe haber algún otro hijo en la familia: “¿Están todos?”

- “Falta el más pequeño que ahora cuida de nuestras ovejas.”

- “Anda y llámalo.”

Finalmente, Samuel unge a David, un jovencito de buena presencia, rubio y de hermosos ojos, sobre el que se derrama abundantemente el Espíritu de Dios y permanece en él para siempre.

Queda claro que el Señor elige sin tener en cuenta lo que el ser humano valora como condición para el éxito. En este caso no ha elegido al primogénito de Jesé sino al último de sus hijos, porque cuanto más débil es el instrumento que elige, con mayor fuerza se descubre que la obra es de Dios.

El pueblo tenía por “videntes” a los profetas. Conocedores de que Dios les concede ver y entender las cosas de una manera privilegiada, mucho más allá de lo que los sabios de este mundo puedan intuir, el pueblo reconoce en ellos una aguda mirada para descubrir aquello que Dios quiere dar a conocer.

La forma en que Dios mira se convirtió en espacio de salvación cuando él “vio” a su pueblo oprimido en Egipto; y ahora se presenta en clave de comprensión para Samuel y para todo creyente, afirmando que la historia, la vida, los acontecimientos, las sociedades y las personas deben contemplarse desde la profunda mirada divina que supera las apariencias para adentrarse hasta lo más profundo de toda realidad posible. David no tenía en ese momento las condiciones necesarias para la ingente tarea que le aguarda; prepararlo será el trabajo que el Señor hará en él. 

Juan el Bautista se inquieta cuando, prisionero de Herodes, escucha que Jesús habla de perdón, de inclusión, de salvación para los pecadores y los marginados de Israel. Esa imagen no parece coincidir con la que él, como profeta, ha intuido y le manda preguntar sobresaltado: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” 

María de Nazaret no puede ver todo el alcance de lo que el ángel le propone, pero no necesita saberlo todo por completo. Le basta conocer de quien viene la propuesta para aceptarla sin condiciones. Ha confiado plenamente en la mirada de Dios.

 

Comments from readers

Victor Martell - 08/06/2016 03:52 PM
Gracias Rogelio una vez mas magnifica reflexion
Luz Suarez Macias - 08/06/2016 02:41 AM
Gracias Rogelio. Que Bella reflexion como el Se�or escoge lo d�bil para la extensi�n de su Reino. Bendiciones. Luz

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