No juzguemos
Monday, August 8, 2016
*Dan Gonzalez
En la mayoría de las fiestas de cumpleaños a las que asistí cuando era niño, había un payaso o un mago. Ninguno me gustaba, no porque tuviera aversión a los ilusionistas o que la pintura de grasa me pareciera escalofriante. Era porque había una pequeña probabilidad de que me llamaran al frente. Eso me aterrorizaba porque era un introvertido con trastorno de ansiedad social.
Una vez, una orquesta visitó mi escuela elemental para una función en la cafetería. Los maestros pensaron que sería divertido que un estudiante interpretara el rol de director de orquesta. Dado que tenía buenas notas, me otorgaron el privilegio. De más está decir, cuando salí de la tarima tras estar frente a todos los estudiantes por lo que pareció una eternidad, pedí permiso para ir al baño –– donde enseguida perdí mi merienda.
Mi fobia social continuó durante la mayor parte de mi niñez. Me gustaba estar solo, prefería ambientes silenciosos, y disfrutaba actividades tranquilas como la lectura, el dibujo y la escritura. Por ejemplo, me es muy placentero escribir estas palabras, pero me daría náuseas narrarlas en público.
Al día de hoy, mis amistades y familiares saben que si voy a un restaurante a celebrar mi cumpleaños, bajo ninguna circunstancia pueden pedirle a los empleados que traigan un pastel y canten. Sólo pensar que puedo ser el centro de atención, es estresante.
Mi fobia social se manifiesta hasta en la misa.
Mantener la paz
Los períodos de silencio y los momentos de contemplación en la misa, en su mayoría, tranquilizaba mi fobia. Para mí, el Santo Sacrificio era un manantial cuyas aguas refrescaban y vigorizaban –– con una excepción: el Rito de la Paz.
Es irónico que el Rito de la Paz sea la única parte de la misa que le produce intranquilidad a muchas personas con ansiedad social. “¿Están todos mirándome? ¿Hay alguien detrás de mí? ¿Hasta dónde debo llegar para dar la paz, un banquillo, dos banquillos, tres? ¿Están sudadas las palmas de mis manos? ¿Debo mirarles a los ojos? ¿Debo decir algo?” Estos pensamientos y más pasaban por mi mente todas las semanas cuando era niño. Era tan incapacitante, que en varias ocasiones sólo abrazaba a mi mamá y a mi hermano, y luego me sentaba, dejando a todos a mi alrededor “sin la paz”. Sólo puedo imaginar lo que pensarían.
Cuando crecí, las circunstancias de la vida me obligaron a desarrollar una actitud más sociable. Ayudar a dirigir un grupo de jóvenes adultos, impartir el estudio bíblico cada semana, dirigir viajes misioneros y, más recientemente, hacer presentaciones sobre la misa, me sacaron de mi elemento. La socialización forzosa disipó la ansiedad, de modo que el Rito de la Paz al fin dio honor a su nombre.
Dios Padre
Hace varios años asistí a un retiro con una muchacha adolescente, cuya madre le obligó a participar. Ella decía que ya no era católica –– o cristiana, para los mismos efectos –– y no había asistido a la misa en años. Durante el retiro, era muy antipática y no participaba en las actividades. Finalmente, su caparazón comenzó a romperse, y entre lágrimas le confesó a su pequeño grupo que su padre había cometido cosas horribles. Para ella, llamar a Dios “Padre” no evocaba imágenes de una figura paternal amorosa y protectora, sino que le recordaba las noches en que su propio padre llegaba borracho. Ella ni podía hacer la señal de la cruz sin recordar esa pesadilla. Dijo que por eso fue que dejó de ir a la misa.
Toda rodilla se doblará
Un amigo se lastimó la rodilla cuando jugaba fútbol. Se rasgó su ligamento cruzado anterior (ACL) y el menisco, lo que requirió cirugía. Durante varias semanas, usó muletas y asistió a la terapia física. Con el tiempo, pudo dejar las muletas y sólo usaba una rodillera, que no se notaba cuando vestía pantalones.
Todos vamos a la misa con nuestras propias experiencias de vida, predisposiciones, fobias, preocupaciones, discapacidades, heridas, dolores, luchas y cicatrices que marcan la manera en que la percibimos e impactan nuestro culto.
El hombre que no se arrodilla en la consagración, pudo haber tenido cirugía de la rodilla. La joven que no hizo la señal de la cruz, puede estar sufriendo problemas. La dama que salió inmediatamente después de la Comunión, pudiera estar apresurada por llegar al lado de su hija que se encuentra en el hospital. Y el joven que no estrechó su mano durante el saludo de la paz, puede estar luchando con un desorden social.
Puede ser fácil para nosotros descartar a cada uno como irrespetuoso –– alzar nuestras manos y exclamar: “¡Los muchachos de hoy!” Créanme, soy el primero de los que quisieran más reverencia durante la liturgia, y sé que no estoy solo. De hecho, el boletín de Adoremus hizo una encuesta entre sus lectores sobre sus inquietudes principales en la misa, y de las 1,086 respuestas, 801 mencionaron la falta de reverencia como su inquietud principal.
Sin embargo, nuestro anhelo para que haya reverencia en la misa siempre debe estar moderado con la caridad y el entendimiento. Por eso, la próxima vez que vea a alguien que aparenta irreverencia, recuerden que cada persona que conocen lleva una batalla que ustedes desconocen.
Y ustedes, ¿son introvertidos? ¿Eso les representó desafíos? ¿Cómo sus propias luchas han tenido influencia sobre su participación en la misa?
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