Despu�s del Juez Scalia
Monday, February 29, 2016
*George Weigel
La muerte del juez Antonin Scalia el 13 de febrero – inesperada y, por muchas razones, trágica – pone fin a la vida y el servicio público de una de las figuras católicas más importantes de los Estados Unidos durante el último medio siglo. El juez Scalia fue considerado, tanto por admiradores como por detractores, como el jurista más consecuente de su tiempo. Llevó a su trabajo en el Tribunal Supremo de los EE.UU. un intelecto extraordinario, un concepto claro de juzgar, un estilo literario distinguido, y un ingenio mordaz. Su total demolición de la opinión mayoritaria en Obergefell vs. Hodges, la decisión que inventó un derecho constitucional para que las personas del mismo género se "casen", es una obra maestra de devastación – al igual que la disidencia de Scalia sobre la opinión del presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, que salvó Obamacare al reinventar el programa como “una especie de impuesto”.
Pero sería un grave error pensar en la jurisprudencia del juez Scalia como esencialmente negativa. Más bien, su juicio se fundamentaba en convicciones sobre quiénes deben hacer las leyes y cómo los jueces deben trabajar en un sistema de revisión judicial. A su juicio, en una democracia, los legisladores elegidos por el pueblo son libres de elaborar leyes dentro de los límites establecidos por la Constitución. La tarea del juez es interpretar tanto la Constitución y los estatutos de acuerdo con su texto, y de acuerdo con el significado del texto según se entendía cuando el texto se adoptó. Pensaba que cualquier otro método para juzgar convertiría inevitablemente al Tribunal Supremo en un Súper Congreso donde nueve abogados, que no estaban sujetos a elecciones periódicas, gobernarían al país. Eso le pareció una idea muy mala; más concretamente, que no era la idea de gobierno inscrita en la Constitución.
El juez Scalia no sólo fue un distinguido jurista; era un hombre maravilloso, lleno de vitalidad y humor. Nunca ocultó su catolicismo intenso, cultivado en él en su juventud. (Tampoco dudaba en expresar sus preocupaciones cuando le parecía que la Iglesia se salía de la gran tradición sobre la que se fundamentaba.) Era un esposo y padre devoto, y sus amistades se extendieron mucho más allá de quienes estaban de acuerdo con su jurisprudencia. Fue un hombre de honor, un dedicado servidor público y, con Henry Hyde, fue uno de los dos católicos más influyentes en los asuntos nacionales durante sus años en Washington. Se le echará mucho de menos, no sólo por quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, sino por cualquier persona que se preocupe por la inteligencia y la integridad en la vida pública.
Para llenar su puesto en la Corte se desatará una enorme lucha política; es demasiado pronto para saber cómo se resolverá. Pero no es demasiado pronto para hacerle un último honor a Scalia y preguntar, ¿por qué la lucha es tan crucial? ¿Por qué el Tribunal Supremo se ha convertido en tal leviatán para nuestra vida pública nacional?
Aquí hay algo mal. El pasado junio, un hombre, el juez Anthony Kennedy, decidió en nombre de 322 millones de estadounidenses, que la Constitución incluye un "derecho" para que las personas del mismo género se “casen”. Dejemos a un lado el hecho de que su razonamiento era tan engañoso (de hecho vacuo) que los defensores más entusiastas del "matrimonio homosexual" estaban consternados por el mismo, e intentan encontrar otro caso que pondría su "derecho" sobre terreno constitucional más firme. Dejemos a un lado el hecho, señalado anteriormente, de que tras la disidencia del juez Scalia sobre la opinión de Kennedy, se necesitaran los registros dentales para identificar los restos.
La verdadera pregunta era, es, y debe ser la siguiente: ¿Por qué un hombre decidía esto por todo el país? ¿Por qué un tema tan profundamente controvertido fue retirado de la deliberación del pueblo y sus legisladores, y decidido por jueces que no fueron electos y no tienen que rendir cuentas? (Sí, ya sé, los jueces del Tribunal Supremo pueden ser impugnados, pero si creen que eso es una solución para Obergefell – o en cualquier otra instancia imaginable – les puedo vender un puente en Brooklyn.)
Estados Unidos pudiera honrar la memoria del gran Antonin Scalia si la campaña presidencial de 2016 – que, inevitable y amargamente, ahora incluirá la cuestión de su sucesor – debatiera con seriedad las preguntas anteriores: ¿Por qué estas nominaciones del Tribunal Supremo han llegado a ser tan importantes, y qué se puede hacer para restablecer el equilibrio en el orden constitucional de los Estados Unidos?
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