Mois�s: por puro amor�
Monday, February 1, 2016
*Rogelio Zelada
La intensidad de las llamas ha llamado la atención del yerno de Jetró, que esta vez ha llevado a sus ovejas muy lejos por el desierto. En la cima del Horeb una zarza arde porfiadamente sin consumir su ramaje; un prodigio que asombra a Moisés que ha subido para verlo de cerca.
Una vez más Dios toma la iniciativa y esta vez para llamar a un fugitivo, corto de palabras, que acaba de formar una familia con Séfora y que está muy tranquilo cuidando su rebaño. Le cambia la vida y lo lanza a una misión para la que no se siente preparado.
Como Noé, deberá fiarse plenamente de la palabra del Señor y construir una enorme arca espiritual para meter dentro a todo un pueblo y hacerlo navegar por las arenas sin un rumbo claro. Deberá ponerse en camino como Abrahán, buscando contra toda esperanza el cumplimiento de una promesa desmesurada. Sabe que no tiene dotes de guerrero, ni la conveniente diplomacia que capacita a los líderes, pero está convencido de la fidelidad del que lo ha elegido y en su corazón, al igual que la zarza del Horeb, arde una absoluta lealtad al Dios de sus Padres.
No es poco lo que el Señor pide; la cruel esclavitud que encadena a su pueblo se ha convertido en un grito de justicia y liberación que estremece el tiempo de Dios. Él ha visto la opresión de su pueblo; ha oído el llanto de los oprimidos y sus quejas, y ha bajado ante Moisés, no solo para librar a los hijos de Israel del látigo egipcio, sino también para sacarlos para siempre de su yugo y llevarlos a una tierra hermosa y fecunda. Dios, que ha tomado parte a favor de los humillados, escoge a Moisés para enfrentar a todos los dioses de Egipto y hasta al faraón, el mismo hijo de esas poderosas y falsas divinidades.
Para la comprensión religiosa de la época se ha producido una especie de salto mortal. Vivían convencidos de que eran los pueblos los que elegían a sus dioses, para alcanzar de ellos protección y beneficios; y a su vez los dioses buscaban vincularse con pueblos ricos, numerosos y con fértiles y extensas tierras, prometedoras de abundantes ofrendas. El Señor se ha elegido un pueblo de esclavos, sin tierra, sin riquezas, ni medios para ofrecerle extraordinarios sacrificios, gente escasa y sin poder alguno.
Moisés deberá pastorear a un pueblo voluble, desconfiado, con fuerte tendencia al cansancio, al desánimo y muy poco leal. Deberá interceder por ese pueblo una y otra vez; hablarle en nombre del Señor Dios de los cielos; regañarlos, enderezarlos y hasta castigarlos hasta llegar a la tierra de Canaán.
Poco a poco la amistad de Moisés con Dios construye en él un nuevo hombre que llegará a ser el rostro del Señor para su pueblo. Él es el mediador o el interlocutor perfecto; el único que pudo hablar con Dios cara a cara, como un amigo con otro amigo; aquel que puede permanecer en la presencia divina y no morir; el mas grande de los patriarcas y los profetas de Israel.
Dios, que se metió de lleno en su historia y los libró con el poder de Palabra, los ha hecho atravesar el mar para conducirlos hacia unas nuevas fronteras de libertad. En este camino Moisés comprende que no se trata solamente de sacar a su pueblo de la esclavitud de Egipto sino sobre todo de liberarlos de la esclavitud interior; un larguísimo proceso que necesita de toda la paciencia de Moisés y sobre todo de Dios. En este caminar por el desierto, Moisés los invita a soñar un nuevo horizonte, en el que dueños de su futuro llegarán a ser una nación, el pueblo del Señor.
Dios comunica a Moisés sus preceptos y leyes. Así, el largo y duro camino que van recorriendo los va configurando interiormente como nación consagrada a Dios. De la perfecta fidelidad a la Ley que el Señor les ha dado dependerá el destino de todo el pueblo; su éxito o su fracaso.
Le tocará al profeta interceder cuando su pueblo tiene hambre o sed; le herirán sus quejas y añoranzas de las carnes, los ajos y cebollas de Egipto; reventará de ira ante el brillo deslumbrante del becerro dorado; se escandalizará hasta lo mas hondo por la rapidez con que han caído en la tentación de suplantar a Dios por un ídolo, cambiándolo por un falso sucedáneo.
En Moisés, el pueblo de Israel irá descubriendo una fe intensa, cargada de emociones, centrada en el encuentro personal con Dios. Una amistad lograda por puro amor, una confianza que lo llevará una y otra vez a intentar aplacar la justa ira de Dios y obtener el perdón de la terrible ingratitud de las tribus que pastorea; y se siente tan padre y solidario con su pueblo que se atreverá a decirle al Señor: “Este pueblo ha cometido un gran pecado al fabricar dioses de oro. Con todo, dígnate perdonar su pecado…pero si no, bórrame a mi también del libro que has escrito” (Ex 32, 31-32).