El camino de Abraham
Monday, October 26, 2015
*Rogelio Zelada
“Deja tu tierra, tu casa y tu familia y sal a la tierra que yo te mostrare”. Así, desde el valle del Eufrates, en la rica Ur de Caldea, sin más datos, sin información precisa, ni detalles, rutas o mapas, el Señor, Dios de sus padres, lanza a Abrán, hijo mayor de Teraj y descendiente de Noé, a una peligrosa aventura itinerante, a un viaje sin retorno hacia Cananán. Un camino urgente que deberá comenzar movido por la prisa de Dios, una andadura hacia pastos y paisajes desconocidos que deberá compartir con Saray, su hermosa y estéril esposa, su sobrino Lot, sus esclavos y su ganado.
Grandes y complejos son los planes que el Señor ha decidido realizar con el ya viejo patriarca de la tribu; un camino a través del cual el autor sagrado ha trazado un cuadro que contrasta la frágil fidelidad de Adán y Eva con la absoluta confianza de Abrán y Sara a quienes Dios pedirá mucho más de los humanamente razonable.
El hijo que es la esperanza de la promesa no acaba de llegar y el tiempo parece transcurrir adversamente. Hasta llega a pensar que su criado, Eliezer de Damasco, será quien herede todo su patrimonio, y dolido y cansado se queja ante Dios. Pero éste le repite: “Mira al firmamento y enumera las estrellas que resplandecen en la noche. Así de inabarcable será tu descendencia”.
Abrán se fía una vez más y su actitud lo convierte en el paradigma de la fe de todo creyente; pero Saray, que es una mujer de ideas prácticas y más lista que el hambre, decide ayudar a los planes de Dios a su manera. Si ella no puede darle hijos a su esposo, tal vez su esclava, la egipcia Agar, que es joven y fuerte, logre hacerlo.
Sin embargo estas buenas intenciones se vuelven contra ella, y lo que parecía ser un final feliz se vuelve en contra suya cuando Agar da a luz a Ismael. Como Eva, que tienta a Adán, que es débil, Saray ha hecho que su esposo secunde sus planes y trastorne los de Dios.
A los 25 años de haber abandonado su entorno, el patriarca solo ha conseguido tener un hijo, que es el de la esclava y no el de la promesa, y permanece forastero en un país extraño, en un entorno de cultos a dioses falsos y con el cuerpo gastado, seco y sin vigor.
Pero el patriarca no deja de confiar en la promesa de su Dios, porque en esta etapa de su ancianidad está convencido de que los planes divinos no dependen del quehacer o las intenciones humanas, sino de la adhesión profunda y total a su persona, es decir, de la fe. Al llegar a este punto, su relación con Dios crece todavía más y el Señor no sólo ratifica su promesa, sino que les cambia el nombre; se llamarán Abrahám y Sara; una acción divina que significa transformar la esencia y el destino de los dos. A él le afirma: “Te hago padre de una muchedumbre de pueblos”, y a Sara: “De ti nacerán pueblos y reyes de naciones”.
En este solemne momento, el anciano, que ha caído rostro en tierra, se ríe en su interior pensando: “A los cien años voy a tener un hijo y Sara dará a luz a los noventa”, y se conforma con el hijo que ya tiene y ama, por eso desea facilitarle las cosas a Dios: “Ojalá pueda Ismael vivir en tu presencia”.
En un mediodía de calor sofocante el anciano patriarca dormita debajo del frescor que le ofrece la sombra de la encina de Mambré. Ha sentido cerca las pisadas de tres hombres y ha salido a su encuentro: “Te ruego que te detengas y reposes al frescor de esta encina”.
Y Abraham, que ha descubierto en ellos el rostro de su Señor, corre a prepararle tortas calientes, un jugoso y tierno ternero, leche fresca y mantequilla recién hecha. Un agasajo lleno de delicadeza oriental que los viajeros agradecen de corazón.
“¿Dónde está Sara?” La anciana escucha desde el lugar propio de las mujeres, la privacidad de la carpa. Y ahora es ella la que no puede contener la risa cuando le escucha al visitante anunciar el fin de su esterilidad y un feliz parto dentro de un año, para la próxima primavera. La risa de Sara no ha pasado inadvertida para los visitantes, por eso el hijo de la promesa, el que va a nacer, será llamado Isaac, que significa: él se ha reído”, “reír de Él”, una risa que no es de burla, sino de alegría.
Conocedor de la zona, Abraham acompaña a los tres hombre que van camino de Sodoma. Dos de ellos se adelantan para comprobar las maldades de las que se acusa a la ciudad, y Abraham se queda a solas con el Señor.
En ese momento el anciano intenta salvar a la ciudad y conociendo los “puntos débiles” de Dios le pregunta: “¿De verdad que vas a eliminar al justo con el malvado? ¿Vas a permitir que el bueno sea tratado igual que el malo?”, y en una suerte de diálogo de descuentos va rebajando de cincuenta a diez las expectativas de encontrar justos en Sodoma. Un trato que aunque el Señor acepta, finalmente no se podrán encontrar ni siquiera diez. El rostro de Dios se revela más preocupado por la salvación que por la condenación o eliminación de los pecadores.
Dios celebra el centenario de Abraham con el nacimiento de Isaac y es cuando todo parece haber llegado a su final, a su mejor momento. Al fin Abraham y Sara tienen al hijo esperado; al vástago que será el padre de nuevas generaciones, la continuidad de la semilla sagrada del Patriarca. Y en ese preciso momento es cuando Dios prueba al límite la obediencia de Abraham: “Ofréceme a Isaac en holocausto”.
Y el anciano, que luchó por salvar a la gente de Sodoma, ni siquiera es capaz de suplicar por la vida de su hijo. Sabe que lo que Dios pida al creyente debe aceptarse y cumplirse sin dudarlo, ni cuestionarlo, aunque para él no sólo era el sacrificio del hijo, sino el fin de todas sus esperanzas.
Codo con codo con el Señor, el patriarca ha recorrido a profundidad una larga ruta material y espiritual. Aquel que es su amigo y protector le ha revelado que no son los sacrificios, sino la obediencia, la clave de su amistad y por eso el Dios de sus padres bendijo en él a todos los pueblos y naciones de la tierra.
Sara, ya muy anciana, murió y fue enterrada en Hebrón. Abraham, que la sobrevivió, tuvo otros hijos con Queturá; pero sólo Isaac, el hijo de la promesa, llevará adelante el misterioso proyecto de Dios. A su muerte, el patriarca descansará junto a Sara con la que vivió momentos de duda y de confianza, de esperanza y de desilusión. Junto a ella recorrió el camino, la gran trashumancia, la gran aventura, la ruta sorprendente de la fe.
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