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Una de las muchas razones por las que sigo la peregrinación cuaresmal de las estaciones de las iglesias a través de Roma es porque, además del itinerario único de santidad, uno descubre joyas de arquitectura y diseño, creadas en honor de los primeros mártires romanos, que de otra manera permanecerían escondidas. Quizás la más imponente de estas es la de Santa Práxedes en la colina del Esquilino, escondida detrás de la inmensidad de Santa María la Mayor. Como lo expresa mi coautora Elizabeth Lev en Roman Pilgrimage: The Station Churches  (Peregrinación Romana: Las Estaciones de las  Iglesias, de Basic Books), “la pequeña Basílica de Santa Práxedes es un sorprendente cofre del tesoro, su zaguán deslucido se abre a un interior de mosaicos deslumbrantes”.

Ese zaguán deslucido es una razón por la que muchos visitantes romanos, incluidos los turistas más diligentes, se pierden a Santa Práxedes, pues su exterior no ofrece indicación de las maravillas en su interior. De hecho, me parece que pasé frente a Santa Práxedes en numerosas ocasiones, antes de visitarla por primera vez el 24 de marzo de 1997, lunes de la Semana Santa de aquel año cuando le tocó el turno anual a Santa Práxedes en la rotación de las estaciones de las iglesias.

Le debemos esta maravilla estética a las labores del Papa Pascual I, cuyo breve pontificado a principios del siglo noveno contribuyó inmensamente a la belleza de Roma durante lo que la historia se complace en apodar el “Oscurantismo”. Tras destacar que el Papa Pascual reconstruyó esta iglesia cerca de una iglesia de finales del siglo V dedicada a Santa Práxedes, Liz Lev explica la intención en el diseño del Papa:

“La arquitectura estética de Pascual se concentraba en la luz: por eso, a lo largo de la nave hay 24 triforios a través de los que fluyen los rayos del sol antes de danzar sobre los pequeños azulejos de cristal de la decoración. La inspiración para el mosaico del ábside fue de la Basílica de los Santos Cosme y Damián: de nuevo, un cielo azul fascinante, un Cristo con túnica dorada flota bajo la mano de Dios. Lo flanquean Pedro y Pablo, quienes visten togas senatoriales; Práxedes y su hermana Pudenciana, quienes sostienen las coronas del martirio, son acogidas por los apóstoles y guiadas hacia Cristo…

“Esta reunión celestial es superada por una imaginería apocalíptica: el Cordero de Dios, flanqueado por siete candeleros y los símbolos de los cuatro evangelistas. Numerosas figuras con túnicas blancas ofrecen sus coronas de flores. Su procesión termina en la cumbre del arco, donde los apóstoles, María y Juan el Bautista señalan hacia Cristo, flanqueado por ángeles. La obra completa es una invitación a mirar hacia la Ciudad de Dios a través de este mundo.”

De por sí, eso sería suficiente. Pero eso no es todo.

El Papa Pascual también construyó aquí una capilla funeraria para su madre, Teodora, la Capilla de San Zenón. Y aunque el mosaico ábside y el arco triunfal de la Basílica son tan magníficos como los describe Liz Lev, la Capilla de San Zenón es la que destaca a Santa Práxedes como un lugar cristiano que no se debe perder.  

A través de los años, he visitado muchos salones espectacularmente hermosos: el Salón Decorado del Hospital Naval Real de Wren, en Greenwich, Inglaterra; la Sainte Chapelle, en París; y la Capilla Sixtina que, obviamente, ocuparía un lugar destacado en cualquier lista. Pero con alegría añadiera a la pequeña Capilla de San Zenón en Santa Práxedes, a cualquier concurso del Salón Más Hermoso en el Planeta Tierra.  Repleto con mosaicos de pared a pared, la capilla procura, como escribe Liz, evocar la experiencia del cielo: “Columnas hermosas alinean las cuatro esquinas, coronadas con capiteles desde los que los ángeles parecen alcanzar la cumbre de la cúpula, donde Cristo Pantocrátor mira hacia abajo con serenidad”.

Y sin embargo, entre esta belleza impresionante se encuentra el recordatorio de cómo y por qué Jesús es Señor y Rey. Un pequeño relicario de cristal al lado de la capilla contiene un fragmento de una columna de piedra, venerada por mucho tiempo como el pilar de la flagelación que precedió a la crucifixión.

La gloria del Cristo Resucitado, expuesta magníficamente a través de la Basílica de Santa Práxedes, es la gloria de la Pascua. La gloria de la Pascua tiene un costo, pues la gloria de la Pascua sigue al sufrimiento obediente del Hijo de Dios en el Viernes Santo. Ahí, en el Calvario, el Hijo cumple la voluntad del Padre al encontrar su destino mesiánico en un trono cruciforme.

La Pascua se deriva necesariamente del Viernes Santo. Tal lección se transmite a través de los siglos, desde el Papa Pascual I al Papa Francisco.

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