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Un grito de júbilo estremeció el corazón de la  enorme multitud congregada al pie del santuario basílica de nuestra Señora de Caacupé, cuando Mons. Claudio Giménez, obispo del lugar, presentó al Papa Francisco el anhelo de todo el pueblo paraguayo de que Chiquitunga se convirtiera muy pronto en la primera mujer canonizada en esa nación:

“Santo Padre…le agradecemos que haya honrado muchas veces a la mujer paraguaya. Hay una mujer paraguaya que la quisiéramos ver en los altares. Hasta ahora tenemos un santo, que es San Roque, jesuita como usted. ¿Tendremos alguna vez la dicha de que una paraguaya carmelita descalza también lo pueda?  Su nombre es Chiquitunga, y el proceso está muy cerca de usted en Roma”.

Mientras esto se escuchaba por los altavoces, el pueblo coreaba: ¡Chiquitunga, santa ya!

Fotógrafo:

María Felicia Guggiari Echeverría nació en Villarica del Espíritu Santo, Paraguay, el 12 de enero de 1925; por ser la primera de siete hermanos, en su casa la llamaron familiarmente “la Chiquitunga”. Así la reconoce y la invoca con todo cariño su pueblo paraguayo. Una carmelita descalza, fallecida en 1959,  que el día 28 de cada mes reúne a un gran número de devotos en la capilla del Carmelo de la Asunción para recordar, agradecer y celebrar la vida de esta joven mujer que el Papa Francisco propuso como modelo a la juventud del Paraguay.

Educada por las Madres Salesianas, desde los cinco años de edad recibió una sólida formación cristiana y un profundo amor por la Eucaristía. Entró a los 16 años a formar parte de las filas de la recién instaurada Acción Católica, donde encontró un extraordinario marco para su entusiasmo por el apostolado, cuyo objeto fueron los niños de la catequesis, los jóvenes trabajadores, y los universitarios con sus muchas dificultades. En todo momento conservó una especial predilección por servir a los más pobres, por la visita a los enfermos en el hospital y en sus casas, y por los ancianos del barrio.

Terminó sus estudios de maestra normalista sacando tiempo para asistir y participar plenamente de las reuniones y los proyectos de la Acción Católica.

En 1950 su familia se trasladó a Asunción y allí María Felicia termina su formación profesoral. En las asambleas de la Acción Católica conoce a un estudiante de medicina, también, como ella, un abnegado líder laico, con el que acude en bicicleta a visitar los peligrosos barrios marginales donde atiende a los enfermos y a los ancianos. Allí les habla de Cristo y les da su apoyo solidario. En el compartir la misión con los pobres surge entre ellos un afecto especial. Su amigo quiere ser sacerdote y debe marchar a Roma. Para María Felicia llega el momento de ofrecer y de entregar a Dios ese puro afecto del corazón,  porque aunque cree estar enamorada de él, ella descubre que está más enamorada de Jesús.

Una mujer comprometida con su fe siente que le falta dar el paso que la lleve a una entrega total. En una de sus visitas a los enfermos del sanatorio español conoce a la Madre Teresa Margarita, priora de la nueva fundación del Carmelo de Asunción. Con ella conversa profundamente sobre Jesús, sobre la oración, la vida interior y la espiritualidad teresiana y descubre que Dios la llama a la vida contemplativa.  La joven, modelo de maestra cristiana, decide en ese momento dejar la escuela que tanto amaba, para seguir otra vocación superior.

En la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, Chiquitunga  entra como postulante al monasterio de las Madres Carmelitas de Asunción y recibe el hábito el 14 de agosto de ese año 1955. Su padre, de formación liberal y de talante anticlericalista, que en un primer momento no la quiere de monja, la visita y queda tan impresionado de la paz y la alegría del Carmelo, que le dice a las otras hijas que si alguna quiere ser también carmelita, no va a encontrar en él oposición alguna.   

A la manera de Teresa de Lisieux, la Hermana Felicia de Jesús Sacramentado ahonda en el camino de la vida escondida en Jesús. Sus hermanas de orden recuerdan su “espíritu de sacrificio, caridad y generosidad, siempre envuelto en una gran mansedumbre y comunicativa alegría”.

Los cuatro años que estuvo en el convento fueron un camino de vida sencilla marcada por una contagiosa alegría; por la caridad, la generosidad, siempre sonriente con todos, con un amor servicial por sus hermanas de comunidad y por los sacerdotes, por los que ora diariamente; sin olvidarse de los pobres y de los necesitados. Orar por ellos era la mejor manera de hacer apostolado.

Antes de hacer sus votos perpetuos contrajo una hepatitis infecciosa y por mes y medio permaneció internada en un hospital de la ciudad. Estando todavía convaleciente sufre una tremenda hemorragia y la madre priora llama de inmediato al hermano médico de la joven religiosa, que de inmediato diagnostica una enfermedad entonces incurable: Púrpura.

Un momento terrible y doloroso, porque él sabe que con toda su ciencia médica será incapaz de salvarla. (La púrpura es una especie de derrame interno que produce manchas de sangre en distintas partes del cuerpo; la médula ósea deja de producir glóbulos rojos.)

En su oración, ella pide a Jesús que la cure, porque quiere servirlo en esta tierra, pero lo pone todo en las manos de Dios.

El domingo de Pascua de 1959 entra en agonía. Pide a la priora que le lea la poesía de Santa Teresa de Jesús: “Muero porque no muero”. Parecía dormir, casi sentada en los almohadones, porque apenas tenía ya fuerzas para respirar. De momento, como si una fuerte energía interior la animara, se incorpora con los ojos muy abiertos y dice, entre otras palabras: ¡Qué feliz soy! … ¡Qué dicha el encuentro con Jesús! … Jesús te amo. … ¡Qué dulce encuentro! … ¡Virgen María!

La muerte le dejó en el rostro la dulce sonrisa que la caracterizaba. Eran las 4:10 de la mañana y tenía 34 años de edad.

Su cuerpo fue expuesto en la capilla de su convento. Después de cuatro años de rigurosa clausura donde estuvo sin contacto alguno fuera del convento, todos vieron con asombro como una muchedumbre acudía de todas partes, con veneración hacia la que ya consideraban una santa: sacerdotes, religiosos, religiosas, alumnos, amigos, miembros de la Acción Católica, familiares, los pobres que tanto la recordaban y le agradecían su generosos cuidado. La gente inundó la capilla, el patio, la calle, los jardines. Todos querían tocar sus rosarios y sus medallas para llevarlos como reliquia.

En 1997 comenzó el proceso de beatificación y en el 2010 Benedito XVI reconoció las virtudes heroicas de Chiquitunga y la declaró “Venerable”. El papa Francisco, en la celebración eucarística del 11 de julio del 2015 en Caacupé, y luego en el almuerzo con los obispos del Paraguay en la nunciatura apostólica, se interesó por el proceso y prometió sus gestiones con el Cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos.

Si se confirman los milagros que los médicos analizan ahora en Roma, Chiquitunga se convertiría en la primera mujer paraguaya declarada beata, un paso firme hacia su canonización.

 

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