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En el libro del Génesis, el autor sagrado nos descubre a un Dios que es palabra, comunicación. Dios habla al ser humano, recién creado, para darle su bendición, para encomendarle toda su obra y para hacerle saber cómo debe actuar en esta casa suya que es el Edén.

En el primer libro de la Biblia, desde los más antiguos comienzos, han resonado dos preguntas que trascienden el tiempo y la historia: “¿dónde estás?”  y “¿dónde está tu hermano?” Ese “¿dónde estás?” nos asoma al primer rostro de Dios, que empapa toda la antigua alianza.  

El Génesis nos ha remitido a un desierto vacío, sin rastro de vida, desolado, donde el Padre Dios modela al primer hombre con el polvo del páramo y le da la vida con su propio aliento. En el corazón de ese lugar muerto, Dios mismo ha plantado un jardín de exquisita belleza, no para recrearse la vista, sino para la subsistencia del que debía cultivarlo y protegerlo; un sito tan extenso en el que caben fieras y animales del campo, pájaros y peces, hasta completarlo con una pareja para Adán, que Dios prefiere sacar de las costillas del hombre y no del barro del camino.

Una mala influencia en forma de astutísima serpiente se interpone en el equilibrio que Dios ha intentado para la felicidad y armonía de sus creaturas. No se trata de una fruta más o menos fresca y apetitosa, sino de romper las barreras, de expulsar al mismo Dios del paraíso y quedarse como único poseedor de toda la creación; un gesto y un signo que anticipa y manifiesta todas las rebeldías de Israel contra su Dios y también la de tantos pueblos y personas a lo largo de toda la historia humana.

Dios, que como cualquier vecino, decide aliviarse del calor y sale a caminar al frescor de la tarde, se asombra de no encontrar en el lugar acostumbrado a su creatura favorita. “¿Dónde estás?” Con muchos nervios el primer hombre responde de entre la maleza: “Oí tu voz…me asusté y me escondí, porque estoy desnudo”. Una desnudez que no es lo que preocupa a Dios, sino la causa, la conciencia de la misma, la manifiesta deslealtad de aquel que teniéndolo todo resuelto y al alcance de su mano, decide asumir el rol que no le corresponde.   

Han sido engañados por la voz de una serpiente muy malintencionada; eco del latido interior del egoísmo y la autosuficiencia que oscurece los oídos y trastorna la conducta. Pero, inesperadamente, la culpa cae inexorablemente sobre el mismo Creador: “Oye, fue la mujer que tú mismo me diste por compañera; ella me ofreció el fruto y comí”. Un auténtico reproche en toda regla; una declaración de falsa inocencia que Eva, oportunamente, descarga en la pérfida serpiente: “Ella me engañó y comí”.

Dios ha llamado desde el barro a la persona humana con la absoluta intención de que ésta sea imagen y semejanza Suya. No creó Dios al hombre para que fuese su criado o su esclavo; lo hizo del frágil barro, pero le dio su espíritu y lo trató no sólo como su amigo, sino que lo puso al frente de todos sus planes, de toda la creación.  

El relato del Génesis nos permite descubrir a un Dios que crea por voluntad y no por necesidad; que todo lo hace Él solo y por Sí mismo, y cuya obra es esencialmente buena; un Dios que no se alimenta de las ofrendas de sus creaturas, y que continúa confiando en el hombre y la mujer, y esperando siempre que sean siempre capaces de decidir bien, haciendo un uso correcto del inmenso don de la libertad.

La pregunta “¿dónde estás?” nos coloca ante un padre amable y preocupado por sus hijos, a los que da una y otra vez la oportunidad de reconducir sus caminos, de poner orden en el caos y luz sobre todas las tinieblas.

Caín, que no puede soportar la conducta de su hermano, comete el primer, aunque lamentablemente no el único, fratricidio de la historia. El grito de Dios se escucha no sólo en ese momento terrible, sino que resuena constantemente, cada día, a cada momento, en cada cultura: Dios repite una y otra vez “¿dónde está tu hermano?”, de tal manera que, a lo largo del tiempo, esa misma pregunta se dirige, fratricidio tras fratricidio, a todos los creyentes, llamados desde los comienzos a cuidar del hermano, y no sólo del hermano en la carne y la sangre, sino del otro, del prójimo, del pobre, del caído, a quien tantos dicen amar pero no quisieran “ver ni en pintura”, como Caín a Abel.  

Comments from readers

Miriam Roman - 07/28/2015 11:23 AM
Excelente art�culo que me va a servir grandemente en las clases de Catecumenado. Gracias Rogelio.
Valerie Moran - 07/27/2015 01:52 PM
Thank you!

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