Sentarse a la mesa...
Monday, January 26, 2015
*Rogelio Zelada
La gente de Jericó no pudo contener un murmullo de desaprobación. ¡El nazareno va a a cenar con Zaqueo! ¡Con Zaqueo!, un riquísimo recaudador de impuestos totalmente deshonesto, un perfecto esquilmador de bolsillos, de tan mala fama que ningún judío honesto y fiel hubiera pensado siquiera entrar en su casa ni sentarse a su mesa.
Las comidas en Israel eran una especie de celebración ritual, ceremonias que reafirmaban el papel social y religioso de los participantes. Sentarse a la mesa implicaba una serie de preguntas que el comensal debía hacerse antes de compartir con el resto de los participantes. Había que saber en que sitio y junto a quien sentarse; verificar el proceso de preparación de la comida y los utensilios que se iban a utilizar; qué, cuándo y dónde comer un determinado alimento, etc.
Sentarse a la mesa declaraba públicamente la aceptación del resto de los invitados y su posición o lugar de honor. Era, por tanto, un fuerte signo de perdón, que vemos reflejado en la gran cena que, en el evangelio de Lucas organiza el padre bueno del hijo pródigo; un enorme ternero debió ser asado para que toda la comunidad vecina, al compartir el banquete, expresara su conformidad con el perdón incondicional del padre, que no solo quiere reincorporar a su hijo a la familia, sino también a su comunidad.
Al comer con pecadores, Jesús recibe el rechazo de fariseos y maestros de la ley que no pueden aceptar la inclusividad del mensaje y el proceder de Jesús que superan toda barrera que la interpretación de la Ley había levantado. Su palabra inquieta y saca de sus esquemas a quienes, buscando sentarse primero en los mejores puestos, son invitados a escoger los últimos. A estos les pide también no hacer su lista de invitados con parientes, amigos y vecinos acomodados, sino con los hambrientos y necesitados del barrio.
La comensalidad entre clases o grupos diferentes ocasionó fuertes tensiones cuando, para la celebración de la Eucaristía en las comunidades primitivas, debieron reunirse cristianos ricos y pobres, amos y esclavos, hombres y mujeres, unos procedentes del judaísmo y otros de la gentilidad. Era muy mal visto compartir alimentos públicamente con personas de un nivel social inferior porque, de ser descubiertos, corrían el peligro de ser rechazados por la familia o por las personas que compartían su nivel económico o de honor de su grupo.
Las comidas en Israel incluían muy pocas cosas. La dieta diaria de los pobres se reducía a un pedazo de pan, sal y agua, al atardecer. El vocablo Pan, “Lehem” (en hebreo) designaba a la vez el pan y a todo alimento. El pan más apreciado era el de trigo, pero ese normalmente no estaba al alcance de los pobres, que debían conformarse con el de cebada o de millo.
Es significativo que el gran milagro con el que Cristo alimentó a la multitud solo incluyó pan (la comida de los pobres) y pescado (la comida típica con que se celebraba el sábado.) El pescado, que se consumía ordinariamente salado, abundaba en la costa y en el lago de Galilea, pero en las ciudades se hacía muy complicado conseguirlo.
Según el poder adquisitivo se podía llevar legumbres a la mesa, especialmente lentejas y judías; y aunque la verdura más popular era la col, era el nabo el que saciaba el hambre de los pobres, quienes no podían darse el lujo de la carne de corral o de cordero.
También se bebía vino, normalmente mezclado con agua a partes iguales; la miel y los higos suministraban las necesidades de azúcar y algunas mesas podían incluir huevos de gallina, frutas, aceite de oliva, mantequilla y quesos.
El evangelio de Juan, en su gran final junto al lago, nos muestra al Señor resucitado que ha invitado a los discípulos a desayunar pan y pescado fresco, que él mismo ha preparado para ellos con cariño y delicadeza. Sentarse a la mesa es siempre cosa de amigos.
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