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En una homilía en la Capilla Sixtina dirigida a los cardenales que le habían elegido Papa la noche anterior, el nuevo obispo de Roma reflexionó sobre el diálogo entre Jesús y Pedro en Cesarea de Filipo (Mt. 16:13-25), y desafió a quienes recién le colocaron una gran cruz sobre sus hombros, para que intensifiquen su propio compromiso con Cristo crucificado:

“…El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Te sigo, pero no hablemos de cruz. Esto no tiene nada que ver. Te sigo de otra manera, sin la cruz’.

“Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor.

“Quisiera que todos … tengamos el valor, precisamente el valor, de caminar en la presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la Iglesia avanzaráâ€.

El desafío a los cardenales electores se aplica a cada católico, como nos lo recuerda el Prefacio I de la Pasión del Señor:
“Porque mediante la pasión salvadora de tu Hijo
diste a los hombres una nueva comprensión de tu majestad
y una nueva manera de alabarla, al poner de manifiesto,
por la eficacia inefable de la cruz,
el poder del crucificado y el juicio que del mundo has hechoâ€.

La Pascua es el eje de la historia, el momento en el que Dios demuestra que sus propósitos para la creación han sido reivindicados—redimidos—de manera que todo el drama cósmico de la creación, la redención y la santificación lleguen a su propia conclusión en la Nueva Jerusalén, en el banquete de la Boda del Cordero. Sin la Pascua, no hay fe de la Pascua; sin la Pascua, no hay Iglesia; en la Pascua, la historia y el cosmos se reorganizan en la trayectoria que tuvieron “en el principio†(Gén. 1:1). Aún así, la Iglesia recuerda a través de la Cuaresma que no hay Pascua sin Viernes Santo. El Viernes Santo no es un preludio accidental a la Pascua; el Viernes Santo es la entrada esencial del orden divino hacia la Pascua.

Esto siempre ha sido difícil de aceptar, como lo vemos en el diálogo en Cesarea de Filipo, al que el Papa Francisco se refiere en la homilía luego de su elección. Nosotros hubiésemos organizado las cosas de manera distinta; hubiésemos escogido otra clase de Mesías; el tema recorre la Cuaresma en las lecturas del Antiguo y el Nuevo Testamento que la Iglesia asigna a la liturgia durante los 40 días, para que la Iglesia pueda reflexionar de nuevo en el panorama completo de la historia de la salvación. Como lo sugirió el Santo Padre en la Capilla Sixtina, la tentación de negar la cruz es perenne; es más, es la raíz del fracaso de la Iglesia de ser el testigo creíble que debe ser, si al mundo se le ha de ofrecer amistad con Jesucristo.

En la Iglesia hay mucho por reformar, y la verdadera reforma, como lo describo en Evangelical Catholicism (Catolicismo Evangélico, Basic Books) siempre se encuentra centrada en Cristo y tiene un sentido misionero. La verdadera reforma brinda una expresión renovada a la verdad de Cristo crucificado; la verdadera reforma prepara a la iglesia para proclamar con mayor efectividad a Cristo crucificado. La expresión y la proclamación deben realizarse con alegría, porque vivimos en el lado opuesto de la Pascua. Pero la Pasión y la Muerte del Señor nunca deben ser eliminadas de la Pascua; la fe de la Pascua debe ser fe edificada en el abrazo de la cruz.

Por eso el Viernes Santo, al venerar la cruz en la primera Semana Santa de un pontificado de reformación y renovación, que la Iglesia entera recuerde las verdades expresadas en lo que podemos imaginar como la primera encíclica papal:

“Para esto han sido llamados, pues Cristo también sufrió por ustedes, dejándoles un ejemplo, y deben seguir sus huellas … El cargó en su cuerpo con nuestros pecados en el madero de la cruz, para que, muertos a nuestros pecados, empezáramos una vida santa. Y sus heridas nos han sanadoâ€. (1 Pedro 2:21, 24)

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