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En un sermón transmitido por la BBC el 25 de diciembre de 1950, Mons. Ronald Knox observó que “hacemos de la Navidad una fiesta sólo si tenemos la fortaleza mental para subir de nuevo por las escaleras de la guardería, y pretendemos que nunca las bajamosâ€.

En mi caso, tales escaleras llevaban no a una guardería, sino al cuarto de niños que compartí con mi hermano en el 1 Regester Avenue, en el suburbio de Rodgers Forge, en Baltimore. En la mañana de la Navidad nos deslizábamos escaleras abajo para descubrir lo que había llegado (o, como aprendimos más adelante, lo que había sido armado a menudo con la ayuda de mi abuelo Weigel) la noche anterior. El día que continuaba era uno de alegría absoluta, y más de medio siglo después recuerdo la dulce tristeza de la noche navideña, al pensar que pasaría un año completo hasta que regresara la Navidad.

El llamado de Mons. Knox para recuperar la inocencia de la Navidad, puede ser más apropiado hoy que cuando lo predicó en la BBC la Navidad anterior a mi nacimiento. En aquel tiempo, la cultura occidental tenía sus cínicos, pero no estaba repleta de cinismo e ironía como lo está en la actualidad. Y esos dos indicadores culturales—el cinismo y la ironía—son impedimentos enormes para recibir el Evangelio y acoger la amistad con el Señor Jesús como el compromiso decisivo de nuestras vidas. La posmodernidad propone el cinismo y la ironía como disposiciones de la adultez, señales de madurez que superan la inocencia de la guardería. Sin embargo, la historia completa de la Navidad nos dice que eso no es cierto.

En el recibimiento de María al ángel Gabriel y su aceptación de la invitación divina para convertirse en la Theotokos, la “portadora de Dios†o “Madre de Diosâ€, no existe cinismo o ironía. Hubo una pregunta; quizás hubo temor; ciertamente hubo asombro (todos captados en la pintura magnífica de Henry Ossawa Tanner, La Anunciación, en el Museo de Arte de Filadelfia). Pero no hubo respuesta de un cínico (“¿Estás bromeando?â€) ni del irónico (“¿Qué hice para merecer esto?â€).

No hubo cinismo o ironía en la respuesta de los pastores que “vigilaban por turno durante la noche su rebaño†en los campos alrededor de Belén. Allí también hubo un asombro inocente, un acto implícito de fe en los propósitos divinos, aunque misteriosos: “Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado†(Lucas 2:8,15).

Uno pudiera esperar cinismo e ironía de los Magos, los “sabios†de Oriente. Después de todo, eran intelectuales; el cinismo y la ironía son características de los afiliados al gremio académico. Quizás los Magos no tenían titularidad. Sin embargo, aunque fueran instruidos, no encontramos en ellos amargura alguna causada por el tedio del mundo, ninguna pasión por destruir mitos, ningún relativismo, ningún egocentrismo. En vez, los Magos, primeros gentiles en reconocer lo que el Padre Edward Oakes describió como “la eternidad reducida a la infanciaâ€, buscan, encuentran y van a rendir homenaje—ignorando en el camino los engaños de aquel cínico e ironista acérrimo, Herodes el Grande.

Tampoco parece haber cinismo o ironía en san José, la figura que se olvida con frecuencia en el cuadro navideño. Podemos imaginarlo como un hombre viril y paternal, un artesano diestro, un esposo enamorado de la esposa de su corazón. Él también respondió con profunda fe a las instrucciones que muy bien pudieran provocar que otros caigan en la ironía, si no en el cinismo absoluto: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados†(Mateo 1.20-21); “Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle†(Mateo 2:13).

En la Navidad, “regresar a la guardería†no es algo infantil. “Regresar a la guardería†es volver a experimentar la maravilla de Dios que nos busca en la historia.

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