Asumir el riesgo de la libertad
Monday, November 11, 2024
*George Weigel
Hace 35 años, el hijo de un gran historiador ayudó a hacer historia cuando formuló la pregunta que desencadenó la demolición del artefacto más grotescamente expresivo de la Guerra Fría.
Mi amigo Daniel Johnson, hijo del autor de Modern Times y entonces reportero del Daily Telegraph de Londres, viajó a Berlín el 9 de noviembre de 1989. Los alemanes orientales protagonizaban protestas masivas contra su opresión, mientras otros experimentaban la oximorónica República Democrática Alemana a través de una frontera recién abierta con Hungría. Reinaba el caos, y el régimen de Alemania Oriental realizó una rueda de prensa televisada para intentar controlar la situación de algún modo. El portavoz del partido comunista, Günter Schabowski, anunció que el comité central del partido había decidido que los alemanes orientales podían tanto viajar como emigrar a Occidente, algo prohibido desde la construcción del Muro de Berlín en 1961.
Las preguntas de los periodistas no se hicieron esperar: ¿Cuándo entraría en vigor? ¿Se aplicaba esta nueva normativa a Berlín, dividida por el Muro durante casi tres décadas? Schabowski fue más allá de lo que debía decir y respondió que sí, que la nueva norma entraba en vigor de inmediato, y que también parecía aplicarse a Berlín. Hablando alemán con fluidez, Daniel Johnson planteó entonces la pregunta que ayudó a cambiar el mundo: "Herr Schabowski, ¿qué pasará ahora con el Muro de Berlín?". Schabowski, a quien no se le había dicho qué decir si surgía esta cuestión, dudó unos segundos y luego cambió de tema. Pero para los presentes y para quienes lo veían por televisión, "la ficha cayó", como escribió Johnson más tarde. Si había libertad para viajar y emigrar a Occidente, ¿qué sentido tenía el Muro? Estaba acabado, y en pocas horas, los jubilosos berlineses orientales, que lo habían visto con asombro en sus televisores, entraron a mazazos a la obscenidad que durante tanto tiempo había dividido su ciudad, y que cobró las vidas de más de 100 personas que lo habían intentado cruzar, pasar por debajo, por encima, o rodear. A primera hora de la mañana siguiente, berlineses orientales y occidentales bailaban jubilosos sobre Die Mauer (el Muro), frente a la Puerta de Brandemburgo. (Las impresionantes escenas de NBC en aquella noche y en los días siguientes fueron posibles gracias a que, en medio del caos, la productora Maralyn Gelefsky encontró un recogedor de cerezas desde el que las cámaras montadas podían mostrar el júbilo que había).
La autoliberación de Europa central y oriental había comenzado en serio en junio de 1989, cuando unas elecciones polacas semilibres otorgaron a los candidatos anticomunistas de Solidaridad todos los escaños en disputa en el parlamento polaco, que tres meses después eligió como primer ministro a Tadeusz Mazowiecki, un activista intelectual católico de larga trayectoria, convertido en líder de Solidaridad. Empezaron a caer otras piezas del sistema del Pacto de Varsovia, liderado por los soviéticos, y entonces llegó la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, cuando la ruptura del Muro por los alemanes que lo celebraban hizo irreversible lo que se conoció como la Revolución de 1989. Tardaron otros dos meses en completar el trabajo, pero cuando la Revolución de Terciopelo en Checoslovaquia puso a Václav Havel en la presidencia de ese país el 29 de diciembre de 1989, todo quedó finalizado. En los dos años siguientes, las almas valientes de Lituania, Ucrania y otros países completaron el desmantelamiento de la mayor tiranía de la historia cuando sus declaraciones de independencia disolvieron la Unión Soviética.
La Revolución de 1989 fue una experiencia única en la sangrienta historia de un siglo en el cual el medio habitual para llevar a cabo grandes cambios sociales fue la violencia a gran escala. La revolución no fue violenta, salvo en Rumanía, y aun allí fue limitada. ¿Por qué fue así? Porque en la década de 1980 se produjo una revolución de conciencia en Europa central y oriental. Personas decididas a "vivir en la verdad", en lugar de seguir sometiéndose a la cultura comunista de la mentira, crearon un movimiento de resistencia eficaz y no violento, inspirado en gran medida por la peregrinación pastoral del Papa Juan Pablo II a Polonia en junio de 1979. Ese movimiento tuvo sus mártires —el beato Jerzy PopieÅ‚uszko en Polonia, Jan Potocka en Checoslovaquia—, pero al final, su fuerza de convicción resultó ser más fuerte que las macanas, las mangueras de agua, e incluso los tanques de los diversos regímenes comunitarios. (La rica textura espiritual y moral de aquellos años queda plasmada de manera magistral en el documental producido por los Caballeros de Colón, Liberating a Continent).
En su discurso ante las Naciones Unidas en 1995, Juan Pablo II atribuyó el mérito de la Revolución de 1989 a quienes habían estado dispuestos a "asumir el riesgo de la libertad". No alabó la libertad de licencia que vivieron aquellos revolucionarios no violentos, sino la libertad de vivir en la verdad: la verdad sobre la persona humana, la comunidad humana, los orígenes humanos y el destino humano. En ello hay lecciones cruciales para nosotros hoy.
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