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El 20 de diciembre de 2002, estaba almorzando en el departamento papal cuando la amplia conversación que Juan Pablo II siempre fomentaba dio un giro inesperado; el Papa me preguntó cómo estaba el presidente Ronald Reagan. Casualmente, hacía poco me había encontrado con el antiguo fiscal general de Reagan, Edwin Meese, y le había hecho la misma pregunta. La respuesta fue triste.

Meese había asistido a la inauguración del USS Ronald Reagan, un portaaviones de la clase Nimitz, y le había llevado al expresidente una de las tradicionales gorras de béisbol con el nombre del buque. Reagan, siempre tan caballeroso, dio las gracias a Meese y luego dijo: “Pero Ed, ¿por qué alguien le pondría mi nombre a un barco?”. El Alzheimer que le mataría unos años más tarde había borrado su memoria hasta el punto de que Ronald Reagan no recordaba haber sido presidente de los Estados Unidos durante ocho años.

Cuando conté esta historia, Juan Pablo II, sentado justo enfrente de mí, puso cara de asombro y se hizo lo que pareció un minuto entero de silencio. El Papa estaba en muy mala forma física a causa de la enfermedad de Parkinson. Pero era como si ahora imaginara un destino peor que estar encerrado en un cuerpo cada vez más congelado: una vida en la que hubiera perdido la capacidad de reflexionar sobre su vida. El silencio se rompió cuando Juan Pablo me pidió en voz baja que “por favor, haga saber a la señora Reagan que rezo por su esposo”, un mensaje que transmití a través de Ed Meese a mi regreso a casa.

Esa viñeta pone de relieve una oración que muchos católicos conocían antes, el Suscipe (Acto de entrega de sí) de San Ignacio de Loyola:

Toma, Señor, y recibe mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Tú me lo diste, a Ti, Señor, lo torno; todo es tuyo; dispón de ello conforme a tu voluntad. Dame tu amor y gracia, que esto me basta.

Aprendí el Suscipe de niño, y debo confesar que, durante medio siglo, me resistí a la idea de ofrecer al Señor mi memoria. Me parecía ir demasiado lejos, una autoinmolación de carácter casi suicida. ¿Qué quedaría de mí si perdiera la memoria? Podría perder mi libertad y seguir siendo yo. Podría perder la poca comprensión de las cosas que había adquirido y seguir siendo yo, porque siempre podría comprender mejor. En cuanto a perder mi voluntad, bueno, seguramente sería una bendición que la voluntad divina se impusiera en mi vida, sin reservas. ¿Pero mi memoria? A primera vista, la reacción de Juan Pablo II cuando le hablé de la pérdida de memoria del presidente Reagan sugiere que a él también se le atragantó, al menos metafóricamente, la idea de perder la memoria además de la movilidad.

La llegada de la Cuaresma, sin embargo, sugiere que el don de la propia memoria a Dios implica la purificación constante de la memoria a lo largo de toda la vida, como seguramente sabía un santo como Juan Pablo II.

La peregrinación anual de cuarenta días por el desierto de la Cuaresma, inspirada en los cuarenta días del Señor en el desierto de Judea como preparación para su ministerio público, es el momento preeminente en el año de gracia de la Iglesia para la purificación de la memoria, especialmente de nuestros recuerdos de los éxitos y fracasos de vivir el discipulado misionero desde que Pentecostés de 2024 cerró el tiempo de celebración pascual del año pasado.

Como señalo en mi libro, Peregrinación romana: Las Iglesias de la Estación, la Cuaresma, tal como está constituida actualmente en la sagrada liturgia, se divide en dos períodos. Las dos primeras semanas y media nos piden que hagamos un amplio examen de conciencia: ¿Qué hay en mí que necesite purificación para convertirme más eficazmente en el discípulo misionero que fui bautizado para ser? ¿Cuál es la escoria de mi alma que debe ser incinerada para convertirme en un testigo tan transparente del amor de Cristo como debería ser?

La segunda mitad de la Cuaresma tiene un carácter bautismal. Mientras nos preparamos para recibir la bendición del agua pascual, que es agua bautismal, en la Vigilia Pascual o el Domingo de Resurrección, nuestra memoria purificada nos permite encontrar de nuevo, y con mayor profundidad, la sed de Cristo por nosotros (como en el relato evangélico cuaresmal de la mujer junto al pozo), la iluminación de Cristo sobre nosotros (como en el relato evangélico cuaresmal del ciego de nacimiento) y el poder de Cristo sobre la muerte (como en el relato evangélico cuaresmal de Lázaro).

El Señor purifica nuestra memoria para que, a su debido tiempo, “podamos ver su rostro... y... reinar por los siglos de los siglos.” (Ap 22,4-5).

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