La Centesimus Annus y los debates de la actualidad
Monday, September 4, 2023
*George Weigel
En un artículo reciente sobre la doctrina social de Juan Pablo II, publicado en la revista jesuita La Civiltà Cattolica, el Padre Fernando de la Iglesia Viguiristi, S.J., decía lo siguiente sobre un aspecto de la épica encíclica de 1991, Centesimus Annus, de Juan Pablo II:
"A la pregunta clave: 'Tras el colapso del comunismo, ¿es el capitalismo la única alternativa que queda?", Wojtyła [es decir, Juan Pablo II] respondió: 'Si por capitalismo se entiende un sistema en el que la libertad en el sector económico no está circunscrita dentro de un marco jurídico fuerte que la pone al servicio de la libertad humana en su totalidad, y que la considera como un aspecto particular de esa libertad, cuyo núcleo es ético y religioso, entonces la respuesta es ciertamente negativa'" (CA 42).
Está bien; es una cita correcta. Sin embargo, ¿por qué el profesor de economía internacional de la Pontificia Universidad Gregoriana omitió la frase inmediatamente anterior a ese juicio negativo, a saber:
"Si por 'capitalismo' se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la responsabilidad consiguiente sobre los medios de producción, así como de la creatividad humana libre en el sector económico, entonces la respuesta es ciertamente afirmativa, aunque quizá sería más apropiado hablar de 'economía de empresa', 'economía de mercado' o, simplemente, 'economía libre'".
Estoy completamente de acuerdo con el fallecido Papa en que "economía libre" es el término más adecuado en este caso, y no sólo porque la palabra "capitalismo" evidentemente causa que los académicos europeos comiencen a desarrollar ronchas.
Una economía libre —en la que el mercado, y no el Estado, es el factor dominante en la vida económica— es uno de los tres sectores interrelacionados de la sociedad libre y virtuosa del futuro que Juan Pablo II esbozó en la CentesimusAnnus; los otros dos fueron un sistema de gobierno democrático y una cultura moral pública vibrante.
En opinión de Juan Pablo II, tanto la comunidad política democrática como la cultura moral pública son esenciales para atemperar y dirigir las tremendas energías que desatan las economías libres, de modo que esas energías sirvan al progreso humano individual y a la solidaridad social. La comunidad política democrática lo hace mediante el diseño de un marco legal y regulador para la economía libre, uno que recompensa la honestidad y la creatividad, y castiga la corrupción. La cultura moral pública (que la Iglesia contribuye a forjar) lo hace al contribuir a formar una ciudadanía que comprenda que algunos apetitos no deben ser complacidos, porque perjudican a las personas y destruyen las virtudes necesarias para vivir la libertad con nobleza, incluida la libertad económica.
Dadas las realidades económicas y políticas del siglo XXI, la cuestión no es elegir entre una economía centrada en el mercado y la fantasía socialista que continúa seduciendo a los intelectuales. La verdadera cuestión es el grado de regulación que debe enmarcar las actividades de la economía libre en todo, desde el salario mínimo a la pornografía, pasando por las emisiones de carbono o el desarrollo de la inteligencia artificial. El debate sobre la regulación legal adecuada de la economía está en curso, como debe ser. Ahora mismo, está bastante acalorado, y entre los protagonistas de ese drama no sólo hay liberales y conservadores a la antigua usanza, sino también populistas y "conservadores nacionales" que no están contentos con el libre comercio, y parecen enamorados de las políticas industriales nacionales como las que favorecen los socialdemócratas y otros de la izquierda.
En mi opinión, este debate en curso puede extraer dos lecciones importantes de la Centesimus Annus.
La primera tiene que ver con la naturaleza de la riqueza en un mundo postindustrial, y sus implicaciones para la justicia económica. Si hoy en día la riqueza se crea principalmente gracias a la imaginación económica y a la capacidad empresarial que funcionan a través de redes de producción e intercambio disciplinadas y en expansión, entonces el imperativo primordial de la justicia en la economía es la inclusión del mayor número posible de personas en esas redes, lo que significa programas contra la pobreza comprometidos con el empoderamiento de los pobres. En el contexto católico estadounidense, esa realidad económica del siglo XXI subraya el hecho de que el más eficaz de los programas de la Iglesia contra la pobreza es el de nuestras escuelas urbanas, cuya supervivencia es un imperativo moral y social.
La segunda lección está relacionada con la primera, y toca la cuestión tan debatida de la "globalización". No cabe duda de que la globalización ha tenido consecuencias adversas para algunos estadounidenses; también ha contribuido a sacar de la miseria a nada menos que dos mil millones de personas. Vivir la virtud ético-social de la solidaridad, tan enfatizada por Juan Pablo II, significaría abordar en conjunto estos dos hechos de la vida económica del siglo XXI, en lugar de enfrentarlos en un juego nacionalista de suma cero en el que se empobrece al prójimo.
La cuestión del "cómo" se la dejo a los economistas. Lo que la Iglesia debe abordar es el principio.
La columna de George Weigel, "La diferencia católica", está distribuida por el Denver Catholic, la publicación oficial de la Arquidiócesis de Denver.
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