Cuando todo acabe...
Monday, December 28, 2020
*Rogelio Zelada
Seguramente la mayor importancia del Adviento, la Navidad y la Epifanía radica en la virtud de la esperanza. Se trata de la confianza más absoluta, no sólo en la certeza de lo que se espera, sino en la fuerza de la palabra del que es autor de la promesa. La esperanza es la fuerza oculta y transformadora que movió a todas las figuras que arman el gran misterio de la Navidad; porque, sin entenderlo demasiado, la joven doncella nazarena accede a los planes que le comunica el celeste mensajero.
Las preguntas de María no se refieren al “qué”, sino al “como”; una curiosidad que queda resuelta cuando Gabriel aclara que todo será obra de Dios, del poder del Altísimo. “De él nada me asombra” ... estoy totalmente disponible a la acción de su palabra, “hágase en mi según has dicho”. La jovencísima mujer refleja una enorme madurez en la comprensión del misterio divino; insondable e incomprensible desde la óptica humana, pero claro y transparente para el que sabe poner su confianza en Él.
No fue así en la fallida “anunciación” al anciano Zacarías. El celeste mensajero que ha interrumpido la faena del sacerdote, no sólo lo ha descolocado en medio del preciso y minucioso ritual de la ofrenda de la tarde, sino que le anuncia la fecundidad de su estirpe en el vientre seco de Isabel, su esposa. Y, Zacarías, que no solo por oficio y por tradición debe conocer al dedillo que toda la historia de su pueblo está anclada en la historia de Abrahán, viejo y seco como él, que es capaz de llenar de vida el vientre de Sara, no cree posible que el poder del Señor pueda repetirse en el seno de su familia. Se quedará mudo, un gran insulto para un israelita, pues tendrá que ser Isabel, su mujer, la que hablará en nombre suyo de ahora en adelante. En vez de poner toda su confianza en el Señor Dios de Israel, y actuar en consecuencia, Zacarías busca criterios y seguridades humanas por encima de las propuestas de la Palabra de Dios.
En el silencio de la fría noche de los campos de Belén, un clamor de ángeles despierta de su modorra a un pequeño grupo de pastores que guardaban su rebaño de los lobos y sobre todo de los ladrones. Sin diálogo alguno, desde su simpleza son capaces de confiar en aquel anuncio inexplicable y en consecuencia salir a comprobar un signo que ha llegado de lo alto: un pequeño niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre, un pobrísimo y vulgar comedero para el ganado. No han escuchado nada de tronos, de palacios o de extraordinarios lujos y riquezas, lo propio de un rey de Israel, sino todo lo contrario. Sin embargo, han confiado en la palabra recibida, han reconocido en ella el sonido de Dios y han sellado su esperanza con el dulce color de la alegría y el entusiasmo.
Tres ilustres astrónomos han descubierto en la noche de Babilonia el inesperado fulgor de una estrella nueva, fuerte y brillante que en la constelación de Aries brilla con un extraordinario resplandor. Convencidos, como todos los de su época, de que al nacimiento de cada ser humano estaba acompañado por la aparición de una nueva estrella en el cielo, (todavía hoy se dice “nace una estrella” o “se apagó su estrella”) intuyen que alguien muy importante ha nacido en Israel, (cuyo signo astrológico es Aries, el cordero); seguramente el recién llegado es su rey, y se ponen en camino para comprobarlo. Algo totalmente inexplicable, ya que, comparado con el imperio babilónico, Israel era una franja insignificante, un reino sin poder ni autonomía. Para llegar a él había que emprender un viaje muy largo y peligroso, para el que necesitaban llevar grandes provisiones, sirvientes, soldados, animales, etc. Un desplazamiento sólo justificado por la fuerza, el valor y la determinación de aquella luz que los “magos” han visto en medio de la noche.
Para quién ha visto la luz de Cristo, todo se transforma de manera radical e inexplicable. Sin entender, sin conocer el final del camino ni sus dificultades, es capaz de andar sólo con la fuerza de su palabra, como los amigos de Emaús que al reconocer a Cristo en la fracción del pan son capaces de desandar el camino a Jerusalén, en plena oscuridad de la noche, sin ver las piedras ni los escollos, iluminados por dentro con la fuerza de la palabra que es luz y fuente de confianza inagotable.
Al recorrer el Adviento y la Navidad, la Iglesia nos invita a confiar en la Providencia de Dios, aún sin comprender ni entender, porque sólo cuando todo acabe y veamos a Dios, cara a cara, todo alcanzará su completo sentido.
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