Historia de la celebración eucarística XIV
El Concilio Ecuménico Vaticano II
Monday, November 30, 2020
*Rogelio Zelada
Los periodistas que han llegado de todos los medios de comunicación contemplan asombrados el largo desfile de más de 2,500 padres conciliares que en ordenada procesión ingresan solemnemente a la gran basílica de San Pedro. Las blancas mitras le sugieren a alguno un mar de velas o un revolotear de palomas o un signo del Espíritu Santo que irrumpe una vez más en su Iglesia para ponerla en marcha hacia los tiempos que se avecinan.
El anciano pontífice, san Juan XXIII, contra viento y marea, había logrado movilizar las viejas estructuras de la Iglesia para reencontrar los caminos siempre actuales y vivos del Evangelio de Cristo. Quería el pontífice abrir las ventanas de la Iglesia al huracanado viento del Espíritu para que arrancara el polvo y las telarañas que los siglos habían depositado sobre el hermoso rostro de la esposa de Cristo.
Fue el Concilio una tarea difícil, impulsada por Juan XXIII y concluida por Pablo VI, en la que participaron 2,625 obispos, con un gran número de asesores, especialistas, observadores, etc. Quería el Concilio llevar a la Iglesia a una renovada forma de actualizar el Evangelio, entendiendo el culto divino como una obra de todo el pueblo de Dios, al promover la participación plena, activa y consciente de toda la comunidad creyente y reconocer que son los bautizados el fundamento de la realidad e la Iglesia.
La constitución sobre la Sagrada Liturgia, “Sacrosanctum Concilium”, fue promulgada el 4 de diciembre de 1963 por el papa Pablo VI y marcó de alguna manera el tono de los restantes documentos promulgados por el Concilio. De un total de 2,152 padres conciliares, recibió la aprobación de 2,147, con un voto nulo y cuatro en contra. Los padres del concilio reafirmaron que la liturgia es ante todo la celebración del Misterio Pascual de Cristo, un culto sacramental e incarnacional porque “los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del ser humano”.
Para ello, por el sacramento del bautismo, todos estamos llamados a participar plena, activa y conscientemente de las celebraciones litúrgicas. Se redescubre que la liturgia es el centro que llama a la unidad a toda la acción eclesial porque “es la cumbre a la cual tiende toda la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo el manantial de donde brota toda su fortaleza”. Así la liturgia espera que todos los fieles se integren en la acción celebrativa de la comunidad para participar en la acción sagrada, como manifestación de la misma naturaleza comunitaria del culto católico.
Para lograr esa participación activa de todos los bautizados, el Concilio decidió aprobar la traducción de los textos litúrgicos a las lenguas vernáculas, así como su empleo en toda la comunidad eclesial; se aumentó el número de lecturas bíblicas, tres cada domingo, y se recuperó el salmo responsorial. Para alimentar a los fieles con una mayor riqueza bíblica se dividió la lectura del Evangelio en tres ciclos de tres años. El Ciclo A, se escuchará la voz de Mateo, el B, la de Marcos y el C, la de Lucas. El evangelio de Juan queda distribuido e intercalado en los tres ciclos de los sinópticos. El leccionario ferial (días entre semana) se divide en dos años (par e impar) de dos lecturas cada día.
Da el Concilio gran importancia a la catequesis litúrgica (tanto para el clero, como para los laicos), con una sólida formación en los seminario; creación de institutos y centros litúrgicos; con oficinas y comisiones diocesanas de liturgia, como instrumento para fomentar y activar continuamente la renovación del culto divino y la mejor participación y entendimiento de la gran riqueza de la tradición orante de la Iglesia. Espera el Concilio que: “Los ritos deben resplandecer con una noble sencillez; deben ser breves, claros, debe evitarse las repeticiones inútiles; estar adaptados a la capacidad de los fieles y en general, no deben tener necesidad de muchas explicaciones”.
La Sacrosanctum Conciliumrestauró el proceso del Catecumenado, la celebración de todos los sacramentos, la centralidad del domingo, Día del Señor, y de todas las fiestas y solemnidades del calendario litúrgico, los ministerios otorgados a laicos, la estructura de la homilía, la recuperación de la concelebración y de la oración de los fieles, la comunión bajo las dos especies y en la mano y la Liturgia de las Horas.
El deseo del Concilio Vaticano II fue que la Constitución de la Liturgia sirviera para acrecentar la vida espiritual del pueblo de Dios; un camino largo y una meta extraordinaria que ha quedado como tarea permanente y diaria de toda la Iglesia.
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