Historia de la celebración Eucarística XII: El Concilio de Trento
Monday, September 28, 2020
*Rogelio Zelada
“Mientras yo vivía fui tu peste, pero al morir seré tu muerte, Papa”. Dicen los historiadores que, al levantar el cadáver de Martín Lutero, apareció esta inscripción en la pared, que el antiguo fraile agustino había garabateado con sus uñas y con sus últimas fuerzas. Lo que al principio había valorado el Papa León X como una disputa teológica —“una disputa de frailes”— se había convertido en otra iglesia, con culto propio, dogmas, clero, fieles y la posibilidad de que los grandes señores pudieran alzarse con los bienes de los monasterios y las propiedades de la Iglesia.
El emperador Carlos V convocó a una reunión de los líderes de las nuevas iglesias reformadas, porque a él, un firme católico, no le quedaba más remedio que aceptar la herejía, ya que necesitaba urgentemente que Alemania le diera su apoyo contra los turcos y que viniera en su ayuda en la guerra que sostenía contra Francisco I, rey de Francia. Una reunión a la que acuden los protestantes para exponer sus razones y a la que no asistió Martín Lutero, el inspirador de la escisión. En su lugar llegó Melanchton, su mejor discípulo, que aseguró al legado pontificio que “en la doctrina estamos de acuerdo con la Iglesia romana”, pero aquellos 28 artículos, “la confesión de Augsburgo”, sentaron los principios de la Reforma Protestante que echaban por tierra los sacramentos, el sacerdocio, la vida consagrada, los votos religiosos, el valor y la importancia de las obras buenas, la intercesión y el culto a los santos, etc.
En apenas 13 años el movimiento protestante había desarrollado un cuerpo doctrinal propio y una importante fuerza política que incendiaría Suecia y pronto a Dinamarca. A la muerte de Lutero, sube a la sede petrina Alejandro Farnesse, el Papa Paulo III, que tiene fuerzas y ganas de sanear la Iglesia de Cristo. El holandés Adriano VI, preceptor de Carlos V, ya lo había intentado, pero su breve pontificado no se lo había permitido. Paso a paso, Paulo III reúne junto a sí a todos los hombres que encuentra aptos para promover un movimiento para la necesaria renovación de la Iglesia. Y en medio de enormes dificultades, oposiciones y obstáculos, Paulo III convoca al gran concilio que llevará a cabo la reforma de la Iglesia Católica: el Concilio de Trento. Un concilio que tuvo un largo camino hasta llegar promulgar sus decretos el 4 de diciembre de 1563, en el que varios pontífices dieron su impronta: Paulo III (1544-1549), Julio III (1551-1552) y Pío IV (1561-1563).
Los decretos conciliares fueron fruto de una profunda y madura reflexión teológica, en la que se precisó aquello que la Reforma había cuestionado como la interpretación y la inspiración de la Sagrada Escritura, el valor de la justificación y de la tradición, la jerarquía eclesial, las buenas obras, los sacramentos. Aquel 4 de diciembre, los 226 padres conciliares entonaron un esplendoroso “Te Deum” y enviaron al papa Pío IV los decretos recién alcanzados, para obtener la aprobación definitiva del romano pontífice, quien sometió todos los decretos a un minucioso escrutinio de sus teólogos.
La renovación litúrgica tridentina sirvió para definir solemnemente el valor sacrificial de la celebración de la Eucaristía: la Misa es banquete y a la vez sacrificio. Revalorizó las “dos mesas”, la de la Palabra y la de la Eucaristía. Pidió al clero que ofreciera una clara catequesis de los ritos litúrgicos, para que los fieles sean iluminados en la comprensión del lenguaje y los símbolos (aunque, lamentablemente, esta catequesis quedó en letra muerta.) Realizó una seria revisión del Misal Romano (que fue publicado por San Pío V) con la novedad de que la Misa Típica acogía el formato de la Misa privada, celebrada silenciosamente por el presbítero, ayudado por algún monaguillo con la asistencia de fieles que debían seguir los ritos en silencio, sin escuchar, sin ver, y finalmente, sin entender.
La renovación conciliar escogía el camino de la espiritualidad del presbítero, necesaria para la sanación del estamento clerical que, como consecuencia, debía servir para fortalecer la espiritualidad y la participación eclesial de los laicos. El formato meas solemne de la celebración litúrgica quedaba para los grandes y excepcionales momentos de pontifical, cuando la Eucaristía era celebrada o presidida por el obispo (o el presbítero) asistido por ministros (diáconos, subdiácono, acólitos, schola cantorum y el pueblo).
El papa concedió el uso del cáliz para la comunión de los fieles, pero lo mismo que la recomendación de comulgar en cada Misa, esto no llegó a implementarse y más tarde esta facultad fue revocada.
El papa León XIII recomendó a los fieles, como acto de devoción, rezar el rosario durante la celebración de la Eucaristía, y se desarrolló de manera muy importante el culto a la Eucaristía fuera de la Misa, que fue adquiriendo un mayor esplendor y acogida por parte de los fieles: la bendición con el Santísimo Sacramento apareció más brillante y solemne que la Misa del día. La adoración perpetua, las 40 horas y los congresos eucarísticos eran mucho más apreciados y valorados popularmente que la celebración de la Santa Misa.
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