Historia de la celebración eucarística X: La era carolingia
Monday, July 20, 2020
*Rogelio Zelada
El Sacro Imperio Romano Germánico aportó a la Iglesia la riqueza de nuevos pueblos recién convertidos al seno del catolicismo. El siglo IX es el momento en que corrientes y tradiciones medievales se manifiestan en nuevas fórmulas y costumbres litúrgicas.
La posición de rodillas comienza a comprenderse como actitud de respeto y más tarde como señal de adoración a Dios. Los siervos, normalmente arrodillados delante de los señores feudales, ven con la misma naturalidad arrodillarse delante del obispo y sobre todo delante o en la presencia de Dios.
Las lenguas germánicas aparecen en los documentos oficiales del imperio y el latín queda fuera de la comprensión popular. En la celebración de los ritos litúrgicos crece el muro de la lengua, situación que se complica por la tendencia cada vez más extendida a experimentar un sentimiento de indignidad que aparta a los fieles de la mesa de la Cena del Señor.
A esta exagerada actitud se le añaden las exigencias que la Iglesia añade al ayuno total del siglo V; en este caso, la de la continencia conyugal. Crece el temor a una comunión indigna, aumentado por una predicación eclesial muy poco atenta al corazón misericordioso de Cristo.
Los fieles se ven poco a poco privados de la homilía, no entienden la lectura del Evangelio, que se realiza en latín; se apartan de la comunión y de la celebración de la Eucaristía, ya conocida como la Misa, pues se entiende como un acto clerical, un asunto que recae exclusivamente en la potestad sacerdotal.
La Eucaristía ha sido poco a poco desposeída de su carácter esencial de ser el ágape de la Pascua de Cristo, signo de la comunión y vínculo de la caridad eclesial, para convertirse en el sacrificio para alcanzar el perdón por los pecados de los vivos y los difuntos, lo que llevará a la aparición y multiplicación de los altares laterales, colocados a lo largo de todas las paredes y las criptas de los templos, para facilitar la celebración de las Misas privadas que, a causa del ayuno eucarístico, debían celebrarse todas temprano en la mañana. A partir de entonces el sacerdote “ofició” la Misa de espaldas a la asamblea; el ambón, sede de la Palabra, se convirtió en un pequeño atril portátil y la sede, lugar-signo de la presidencia de Cristo Sacerdote, se redujo a una banqueta movible.
El sacerdote, convertido en el único actor de toda la liturgia eucarística, leía los textos bíblicos que pertenecían al ministerio del Lector. Se acentuó dramáticamente el sentido del misterio y la recitación de la oración sobre las ofrendas y el canon de la Misa la hacía el sacerdote en voz muy baja. Como él también participaba del común sentimiento de indignidad de los fieles, a todo lo largo de la celebración eucarística recitaba muchísimas oraciones para pedir perdón por sus pecados, incluso durante el canto del Gloria, del Credo y del Sanctus; siempre en rezo privado.
De esa impresionante colección de oraciones por el perdón de los pecados, hasta nuestros tiempos sólo ha llegado el “Yo pecador”, que rezamos en la Liturgia penitencial de la Misa, y que antiguamente incluía una extensa enumeración de faltas y pecados. Una inexplicable tendencia hacia el Antiguo Testamento propició la substitución del pan fermentado de la tradición apostólica por el pan ácimo de la pascua hebrea, en una decisión contraria a la de las primeras generaciones de creyentes, más interesadas en realzar la novedad de Cristo que los usos de la vieja alianza. Esta introducción del uso del pan ácimo todavía es objeto de disputa y gran polémica con las iglesias orientales, que han permanecido siempre fieles al uso litúrgico del pan fermentado.
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