Dejen que los niños (tranquilos) vengan a Mí
Monday, December 9, 2019
*Dan Gonzalez
Hace unos años, mi esposa y yo marcamos un hito. ¡Escuchamos la Misa por primera vez!
Pero, ¿ustedes no van a la Misa todas las semanas? Sí. Pero ese domingo fue especial. Nuestros dos hijos (Zoe, de 4 años en aquel tiempo, y Matthew, de 5) se graduaron del salón para familias con niños pequeños, o “Cry Room”, y pudimos sentarnos con la congregación para escuchar la Misa. ¡Efata!
¡Ah, el divisivo “Cry Room”! Pocas cosas en la Misa incitan un debate tan acalorado y apasionado.
Por un lado, algunos lo ven como una necesidad. Los niños inquietos y agitados pueden distraer a la congregación de la oración y la contemplación. La Misa en sí llama a períodos de “silencio sagrado”:
“Debe guardarse también, en el momento en que corresponde, como parte de la celebración, un sagrado silencio... Ya desde antes de la celebración misma, es laudable que se guarde silencio en la iglesia, en la sacristía, en el ‘secretarium’ y en los lugares más cercanos para que todos se dispongan devota y debidamente para la acción sagrada”. (Instrucción General del Misal Romano #45)
“La Liturgia de la Palabra se debe celebrar de tal manera que favorezca la meditación... Además, conviene que durante la misma haya breves momentos de silencio, acomodados a la asamblea reunida, gracias a los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo, se saboree la Palabra de Dios en los corazones y, por la oración, se prepare la respuesta. Dichos momentos de silencio pueden observarse oportunamente, por ejemplo, antes de que se inicie la misma Liturgia de la Palabra, después de la primera lectura, de la segunda y, finalmente, una vez terminada la homilía”. (Instrucción General del Misal Romano #56)
Todos hemos experimentado el silencio reverente que cae sobre la congregación después de que los fieles responden: “...pero una Palabra tuya bastará para sanarme”. De pronto, un bebé suelta un grito que desgarra el silencio. O un momento en que la música del juguete de un niño o el sonajero de un bebé rompe la quietud después de la comunión.
¿No sería mejor reunir a estos niños en su propio salón para permitir que los fieles celebren en silencio mientras, al mismo tiempo, protegen de miradas indignadas a los padres avergonzados? Mamá y papá pudieran concentrarse en la Misa sin tener que perseguir a sus hijos, sin la necesidad de reprimir sus gritos. Es una situación beneficiosa para todos, ¿correcto?
Pero, por otro lado, esto se puede ver como segregación, un rompimiento de la comunidad cuyo fin impide la participación más que motivarla. El mensaje tácito percibido puede ser “no son bienvenidos”, como a una colonia moderna de leprosos. Las ventanas de vidrio convierten el salón en una verdadera pecera donde los feligreses miran embobados al pasar. Esta sensación de aislamiento puede ser muy familiar, especialmente si el niño tiene dificultades físicas, emocionales o del desarrollo.
Este grupo puede ver la exclusión como un desprecio descarado del mandato del Señor: “Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque de ellos es el reino de los cielos”. (Mateo 19:14)
Además, algunos padres bien intencionados traen a sus hijos enfermos que van tosiendo y estornudando mientras dan el saludo de la paz de manera insistente, exhaustiva y bastante enérgica. ¡Esto convierte el salón en una incubadora de gérmenes húmeda y a prueba de sonido, donde nadie puede oírte gritar!
Entonces, ¿qué hicimos?
Para nosotros, los primeros años en el “Cry Room” fueron un tiempo en el que nuestros hijos simplemente pasaban el tiempo durante la celebración. Teníamos libros y crayones, nada ruidoso que pudiera perturbar a otros. Si estaban enfermos, mi esposa y yo asistíamos a Misas distintas para que uno pudiera permanecer en la casa con ellos. Si otros niños estaban enfermos en el salón, orábamos por lo mejor y pasábamos el Purell.
A medida que iban creciendo, comenzamos a enseñarles el vocabulario: “Indícame dónde está el sacerdote”. “¿Quiénes son los acólitos?” “¿Dónde está el altar?”
Más adelante, pasamos a las partes de la Misa: “Fíjate, el sacerdote se inclinará y luego besará el altar”. “Hagamos juntos la señal de la cruz”. Y después de la comunión: “¿Qué agradeces?” Ahora, mi hijo Matthew me mira mientras el diácono procesa con el Libro de los Evangelios. Aguanta la respiración con anticipación y me lanza una sonrisa emocionada si la lectura es de su tocayo, Mateo. Siente una afición particular por el Ciclo A.
Si desean algunas ideas geniales, lean la serie de 7 partes de Joyce Donahue, Forming Children and Youth for the Mass [Cómo Preparar a los Niños y Jóvenes para la Misa].
Pasamos cinco años en el “Cry Room”, y utilizamos ese tiempo y espacio como un área de preparación, un nido espiritual donde nuestros polluelos se criaron hasta que estuvieron listos para volar con el resto de la bandada. Dejar atrás el salón fue como un rito de iniciación, llegar a una mayoría de edad.
Nuestra primera incursión en las profundidades fue sin problemas. No obstante, optamos por sentarnos literalmente a seis pies de distancia de una puerta de salida, por si había una regresión.
Y ustedes, ¿cómo ven el salón para las familias con niños pequeños, o “Cry Room”? ¿Es un “Alcatraz” del que solo se puede escapar, o es un lugar seguro, un refugio para niños inquietos? ¿El “Cry Room” debería ser obligatorio o voluntario? ¿Debería ser eliminado de las parroquias o ampliado? ¿Cuál es su experiencia?
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