Para que todos puedan verla...
Monday, June 18, 2018
*Rogelio Zelada
El desorden se ha tornado incontrolable y Eudes de Zully, obispo de París, quiere poner las cosas en su sitio y mesurar el exceso de fervor de sus fieles que se aglomeran y trepan por las entradas laterales del presbiterio para poder contemplar el momento en que el sacerdote, de espaldas a la asamblea, alza la hostia, la levanta un poco sobre el altar, y se inclina sobre ella para pronunciar, cuidadosamente y en latín, las palabras de la consagración: “Esto es mi cuerpo…” Resulta del todo imposible concentrarse devotamente cuando algunos fieles llevan escaleras para superar la altura del muro que encierra el espacio donde se celebra la Misa y poder ver, al menos por unos segundos, la hostia consagrada que el ministro sostiene en sus manos.
Es muy probable que, entre otras cosas, este deseo tuvo su origen en la reacción popular que combatió la herejía de Berengario, obispo de Tours, quien negaba la doctrina de la transubstanciación. Este obispo enseñaba que realmente en el pan consagrado estaba Cristo, pero también el pan. Por tanto, no se podía adorar la hostia, porque sería adorar el simple pan. Algo parecido a la doctrina luterana que siglos después utilizará los terminos “impanatio ocosubstantatio”.
El siglo XIII comienza marcado por la introducción del uso del pan ácimo y la instauración de la costumbre de recibir el Cuerpo de Cristo en la lengua, algo que sólo sucedía ocasionalmente con los enfermos. Los laicos abandonan poco a poco la práctica de la comunión; a ello contribuye la obligación, recién instaurada, de confesar previamente, el ayuno eucarístico y la obligación de la abstinencia conyugal. La comunión entonces es substituida por el anhelo de ver el cuerpo del Señor eucarístizado.
Para facilitar la contemplación de la sagrada hostia, Eudes de Zully, en el año de 1208, prescribe a sus sacerdotes que: “al empezar las palabras del canon de la misa Qui pridie y tomar la hostia, no la levanten en seguida demasiado alto de modo que el pueblo la vea, sino que la deben mantener más o menos a la altura del pecho, hasta que hayan dicho 'Hoc est enim corpus meum'; entonces la levanten para que pueda ser vista por todos”.
El origen de la elevación después de las palabras del relato de la institución de la eucaristía no es bíblico, ni de la tradición de la comunidad primitiva (aunque algunos artistas hayan pintado imaginativamente a Cristo alzando una hostia en la Ultima Cena), sino devocional y sobre todo pastoral. Sin embargo, todavía permanecerán algunos excesos fervorosos y alguno que otro gritaba: “más alto, que no veo”. Es el tiempo en que algunos teólogos afirmaban pretenciosamente que “la comunión del sacerdote era suficiente y valía para toda la comunidad presente”; con lo que muchos se sintieron dispensados de acceder a la comunión eucarística.
La comunión con el cáliz también sufre la misma suerte; y la elevación de la copa con la Sangre de Cristo deberá esperar hasta el siglo XVI cuando el Concilio Lateranense, con toda lógica, la establezca.
El final de la Edad Media inicia el comienzo de un proceso donde los laicos se van haciendo invisibles y pasan de ser el sujeto de la Iglesia a ser el objeto de la misma; unos asistentes totalmente silenciosos, mudos y pasivos, quienes ni siquiera aparecen en los formularios y textos litúrgicos, porque a partir de entonces sólo el clero se constituirá en los únicos actores oficiales de las celebraciones y ritos en la Iglesia.
Tocará esperar hasta el siglo XX cuando el Concilio Vaticano II recupere el lugar del laico dentro de la comunión eclesial. La Iglesia, presencia encarnada del Señor, hará vigente las palabras de Cristo que compara el reino de los cielos con un padre que saca de su arcón cosas viejas y novedades.
El rito actual para la comunión de los fieles parece inspirarse en las catequesis de Jerusalén escritas hacia el año 400 de la era Cristiana: “Cuando te acerques, no avances con las manos extendidas ni con los dedos separados, sino haz de tu mano izquierda un trono para la derecha, porque ésta debe recibir al rey, y recibe el cuerpo de Cristo en la palma de tu mano diciendo Amén.”
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