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En la calma del verano del 1480, una negra nube de barcos amenaza el horizonte de Otranto, la ciudad más oriental de la península itálica. Terror, desolación y angustia van calando en la indefensa ciudad desde la que se ve la media luna ondear en los mástiles de la flota que se aproxima.

Son 90 galeras y galeotas; una tripulación de 150 hombres y 18,000 experimentados soldados que buscan desquitarse de la frustración de no haber podido tomar la fortaleza de la Isla de Rodas. A pesar de su temible ejército, el Bajá Gedik Ahmed Pasha no pudo doblegar el valor de los caballeros cristianos. Ahora quiere encontrar un puerto por dónde penetrar en la península itálica. Tiene órdenes precisas del sultán Mahoma II, al Fatih, que le ha enviado a conquistar el Reino de Nápoles y llegar hasta la misma Sede de Pedro, donde sueña convertir el palacio apostólico en una gran caballeriza. Desde Rodas el otomano encaminó sus navíos hasta el puerto de Brindis, pero los vientos, que le han desviado mucho más al sur, lo aproximan a Otranto, un pueblo tranquilo, aislado, una presa fácil para sus soldados.

Detalle de la pintura en la catedral de Nápoles que expresa la concepción del artista sobre la matanza de Otranto, perpetrada por invasores turcos en 1480. Nótese la figura decapitada de Antonio Primaldo, que persiste en mantenerse de pie como símbolo de la firmeza de su Fe.

Fotógrafo:

Detalle de la pintura en la catedral de Nápoles que expresa la concepción del artista sobre la matanza de Otranto, perpetrada por invasores turcos en 1480. Nótese la figura decapitada de Antonio Primaldo, que persiste en mantenerse de pie como símbolo de la firmeza de su Fe.

La defensa de la ciudad ha quedado en manos de gente no entrenada para la guerra; simples vecinos, pescadores, artesanos, pastores y agricultores. Porque ricos, nobles y soldados, en la oscuridad de la noche, han huido despavoridos descolgándose con sogas desde los muros del castillo.

Desde el 28 de julio al 11 de agosto, el pueblo de Otranto, sin armas y con pocos medios a su alcance, pudo resistir el feroz asedio, pero poco a poco las bombardas turcas van demoliendo los muros, las casas y los tejados de la ciudad. Con furia salvaje la metralla se ceba sobre la población civil que se ha refugiado dentro del castillo y de su catedral. El fuego concentrado de los cañones logra abatir la parte más débil de la muralla, y por la brecha, como un mar asesino, los soldados irrumpen, cimitarra en mano, masacrando a todo aquel que encuentran a su paso.  Se encaminan a la catedral, último refugio de la población, derriban la puerta y la ocupan todas las salidas.

El anciano arzobispo, Stefano Pendinelli, que estaba distribuyendo la Eucaristía y consolando a los fieles, fue conminado a abjurar de Cristo y abrazar el Islam. Le dieron a escoger entre Mahoma o la espada. El arzobispo, revestido de los ornamentos pontificales y cruz en  mano, responde al asaltante invitándolo a la conversión a Cristo, único salvador. Y mientras el prelado exhortaba a los refugiados a poner sus vidas en las manos de Dios, fue despedazado al filo de cimitarras y su cabeza colocada en una estaca a la entrada de la ciudad.

Gedik Ahmet Pasha ordenó separar a las mujeres y a los varones menores de 15 años, para venderlos como esclavos. Al resto, 813 hombres, les exigió convertirse al Islam o en caso contrario todos sería asesinados. Un anciano y respetado sastre, Antonio Pezulla, a quien llamaban el Primaldo, respondió a nombre de todos: “creemos que Jesucristo es el Hijo Unigénito de Dios, y preferimos mil veces morir antes de renegar de él y hacernos musulmanes”.

Primaldo se volvió hacia los cristianos y dijo con fe profunda y confianza plena en el Señor: “Hermanos míos, hasta hoy hemos luchado y defendido nuestra patria, para gloria de nuestros gobernantes; ahora ha llegado el momento de combatir para salvar nuestras almas para el Señor que murió por nosotros en la cruz; por eso ahora conviene que muramos nosotros por él. Que permanezcamos seguros y constantes en la fe, porque con esta muerte terrena ganaremos la vida eterna y la gloria del martirio”, y todos gritaron que preferían morir antes que renegar de Cristo Jesús.

Al amanecer, en grupos de 50, todos fueron llevados, semidesnudos y atados con sogas al cuello, a la colina de la Minerva. Allí profesaron su fe antes de morir decapitados. A Primaldo, que fervorosamente animaba al resto, le cortaron la cabeza el primero. 813 personas fueron decapitadas delante de sus familias, obligadas a presenciar la matanza.

Por más de un año los cuerpos permanecieron insepultos e incorruptos sobre la dura roca, hasta que el 8 de septiembre de 1841, Otranto fue liberada y las reliquias de los mártires fueron trasladadas a la Catedral.

No sabemos los nombres de cada uno de estos mártires; sólo nos ha llegado el de Antonio Primaldo, que ha encabezado la Causa de Canonización. El papa Clemente XIV reconoció la historicidad del martirio en 1771 y aprobó su culto. Benedicto XVI  decretó su canonización en 2013, pero la ceremonia fue presidida por el Papa Francisco, en la Plaza de San Pedro, el 12 de mayo de ese mismo año. Fue la canonización del mayor número de santos celebrada el mismo día en toda la historia de la Iglesia.

El testimonio de estos mártires sigue estando hoy muy vigente. Vivimos tiempos en los que parece repetirse el terrible odio fundamentalista que hizo morir en Otranto a más de 12,000 personas, y esclavizar violentamente a más de 5,000 mujeres y niños, sólo por permanecer fieles a la fe de Cristo Jesús. San Juan Pablo II pidió en su visita a Otranto no olvidar “a los mártires de nuestro tiempo”, y no comportarnos “como si ellos no existieran”... “Ellos nos han dejado dos consignas fundamentales: el amor a la patria terrena y la autenticidad de la fe cristiana. El cristiano ama a su patria terrena. El amor a la patria es una virtud cristiana”.

El Papa  Benedicto recordó que los de Mártires de Otranto hicieron evidente “la necesidad de conservar la autenticidad interior, tan fuertemente comprometida por la confianza en El”... “Tener el martirio ante los ojos significa para la Iglesia de hoy asumir la actitud adecuada frente al mundo”, que es precisamente la actitud “de los mártires de todos los tiempos, quienes supieron hallar en la promesa la luz suficiente para caminar al encuentro del Señor que viene, soportando la tribulación, sin apagar jamás la esperanza”.

La colina de la Minerva se llama ahora “de los Mártires” y la fiesta litúrgica de estos se celebra el 14 de agosto. 

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