Revestida de sol
Monday, August 7, 2017
*Rogelio Zelada
Como un trueno inesperado la voz hendió la gran roca que en lo alto de la cueva amparaba al profeta cautivo en la Isla de Patmos. Una trompeta celeste, voz imperiosa de Dios, se metió en las entrañas de Juan, estremeciéndolas con visiones terribles, urgentes: “Yo soy el Alfa y la Omega…el Señor del Universo”.
Las imágenes y locuciones celestes van inundando las páginas que el vidente escribe sobre un improvisado escritorio de piedra cuando, de repente, ve abrirse en el cielo el gran santuario de Dios y dentro de este resplandece el Arca del Santuario de Dios. En este marco grandioso contempla a “una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies y en su cabeza una corona de 12 estrellas”.
La forma verbal que el autor usa sugiere, no el acto de ver, sino una mirada que desde la fe permite atravesar los límites de la historia. El arca de la Alianza guardaba tres cosas: las dos tablas de la Ley, evocación de toda la proeza del Éxodo y del Pacto de la Alianza; el cayado de Moisés que manifestaba la protección del Dios de Israel para con su pueblo, y el maná, recuerdo del Dios providente y generoso dispensador de la vida.
Pero cuando en el 587 AC Jerusalén y el Templo fueron destruidos, en el gran incendio ardió todo el mobiliario sagrado del Templo. Gracias a Ciro, Rey de los Persas, pueden regresar del exilio y reconstruir la ciudad; pero el Santo de los santos, el lugar más sagrado de la fe de Israel permaneció vacío, porque no quedó nada que pudieran depositar en él. Entonces, los místicos judíos, al reflexionar sobre la historia, intuyeron que, como Dios no podía abandonar el símbolo sagrado de la Alianza, el Arca, la había salvado llevándola consigo al cielo. Algún día, el cielo se abriría y el Arca sería visible nuevamente, como glorificación de la Alianza. Esta es la imagen que se abre paso en el capítulo 12 del Apocalipsis; como evocación y realización de esta enorme esperanza de Israel.
Esta extraordinaria visión recogida en el Libro del Apocalipsis, ha dado pie a ricas interpretaciones. Para los Padres de la Iglesia de los primeros siglos la imagen celeste era el signo de la Iglesia, que abarcaba tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, la comunidad de los creyentes, o también a la Virgen María, de la que nace la nueva humanidad. María, como la nueva Eva, es también la “Hija de Sión”, la elegida del Padre que aparece empinada sobre la luna y con el sol por aureola resplandeciente. Las dos luminarias que al principio del Génesis crea Dios para marcar el tiempo y los días de fiesta, aparecen convocadas a la gran fiesta del triunfo de la Fe a la que todos estamos llamados. El sol la reviste y la luna le sirve de peana; 12 estrellas –12 tribus, 12 apóstoles– reafirman el sentido de totalidad que corona a la Iglesia y a la Madre de Dios.
Para los doctores escolásticos esta visión de la Mujer del Apocalipsis, junto con muchas otras citas del Antiguo y Nuevo Testamento, prefiguraban la Asunción de María a los Cielos. Pío XII, al definir solemnemente el Dogma de la Asunción, con la Constitución “Munificentisimus Deus”, afirmó que este privilegio mariano “está admirablemente de acuerdo con las verdades que son enseñadas por la Escritura” y que “todas estas razones y consideraciones de los santos padres y de los teólogos (para fundamentar su convicción sobre la Asunción como doctrina común de la fe) tienen como último fundamento la Escritura”.
La Iglesia oriental celebró, sobre todo a partir del siglo VI, la fiesta de la Dormición de María, fiesta que el emperador Mauricio extendió a todo el mundo cristiano. Los textos litúrgicos entonces empleados celebraban más que su tránsito de la vida terrenal, su glorificación, transformación y elevación de su cuerpo y alma a los cielos. Es común en la iglesia oriental la convicción de que la muerte no tocó a María, sino que, dormida, fue llevada en cuerpo y alma a los cielos. Entre los teólogos occidentales, al contrario, se reconoce la necesidad de la muerte para poder alcanzar la resurrección. El papa Pío XII, al definir el dogma de la Asunción, saltó por encima de esa controversia al afirmar que María, “al terminar el curso de su existencia terrena” fue asunta a la gloria celeste y dejó así a los teólogos del futuro investigar y formular en libertad una explicación sobre cómo fue ese tránsito final de la Virgen Inmaculada.
La Asunción de la Santísima Virgen a los Cielos celebra la total glorificación del cuerpo y el alma de la Madre de Dios. En ella es definitivo lo que para nosotros todavía es promesa; se ha adelantado en todo su ser esa realidad de la que gozarán los justos en el día final, porque ella alcanzó todo el potencial de la plenitud de la existencia humana transformada gloriosa y completamente en el Cielo. Una existencia que los santos y beatos que todavía no poseen.
Esta definición dogmática fue uno de los grandes temas que quedaron pendientes al interrumpirse el Concilio Vaticano I, cuando Garibaldi y sus tropas ocuparon la Ciudad Eterna. En 1949, Pío XII consultó a todos los obispos de la Iglesia sobre la conveniencia de la definición dogmática de esta doctrina. Al año siguiente 1,169 obispos habían respondido afirmativamente. Se unieron a ellos 32,000 sacerdotes, 50,000 religiosas y 8,000,000 de laicos.
El 1 de noviembre de 1950, la fiesta de Todos los Santos, el Papa Pío XII definió solemnemente la doctrina de la Asunción de María, como dogma divinamente revelado, de fide catholica, es decir un elemento propio y característico de la fe de la Iglesia.
San Juan Pablo II, en su catequesis sobre la Asunción dijo: “En la Asunción de la Virgen podemos ver también la voluntad divina de promover a la mujer”… “en la gloria celestial, al lado de Cristo resucitado hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán y la nueva Eva, primicias de la resurrección general de los cuerpos de toda la humanidad”.
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