Más allá de la vida y la belleza
Monday, February 27, 2017
*Rogelio Zelada
La pregunta debió incomodar a Pablo más allá de lo razonable, tanto que se le ha escapado un exabrupto: “Necio”. Pero, ¿Qué pregunta es esa? ¿Que con qué cuerpo vamos a resucitar? ¿Cómo es eso de la resurrección de los muertos? ¿Volveré a la vida, en una eternidad con el mismo cuerpo que tengo ahora? ¿A mi edad actual? ¿Viejo, feo, barrigón y desdentado?
Pablo escribe a los corintios para responder a una preocupación constante de los creyentes de todos los tiempos, aparentemente nunca resuelta del todo. Lo que sembramos en la tierra, dice el apóstol, renacerá lleno de gloria; la materia se transformará en cuerpo espiritual, las limitaciones florecerán en plenitudes increíbles. Una transformación que alcanzará a toda la creación cuando la muerte sea finalmente vencida.
A lo largo de los tiempos, el arte quiso interpretar este cambio que sobrepasa a todos los sentidos. Cristo, la Virgen, los santos son siempre representados revestidos de gloria y majestad. Complejo y lleno de símbolos, el arte bizantino ideó formas y colores brillantes para representar el mundo de lo invisible que resplandece más allá de los sentidos. Desde los comienzos de la pintura y la escultura sagrada, el artista intentó transmitir ese algo que intuía Pablo de Tarso, ese nuevo cuerpo espiritual que al resucitar se torna glorioso.
No se trata de retratar para la posteridad a un personaje en su carácter o su historicidad, sino de transparentar en la imagen, que se coloca ante nuestra mirada, la transformación de su nuevo estado, junto al misterio de Cristo. Por eso, en ninguna representación del mundo trascendente debe aparecer defecto alguno: pinturas, frescos y esculturas nos presentan a los santos y santas siempre hermosos, heroicos, luminosos, jóvenes, plenos. Un escultor de la edad media o del renacimiento jamás hubiera copiado las arrugas de la Madre Teresa o el prominente volumen de San Juan XXIII, o la ancianidad de San Juan Pablo II. No por faltar a la verdad, sino por calcar el ideal paulino de la transformación total del cuerpo en luminosa gloria.
El mundo de la religiosidad popular católica lo entendió siempre muy bien; las imágenes más amadas que representan a la Madre de Dios, sea en su divina maternidad o en los trances terribles de la pasión de su Hijo, aparecen a nuestra veneración cubiertas de riquísimos mantos y artísticas coronas y aureolas, que en nada recuerdan a María, la doncella de Nazaret, pero sí a la mujer triunfante y gloriosa del Apocalipsis, revestida de sol, posada sobre la luna y coronada de 12 estrellas.
Algo así sucede en el Libro del Apocalipsis con la imagen que ilumina la pupila del vidente de Patmos, cuando contempla el triunfo de la fe y ve descender, radiante y festiva, a la esposa del Cordero, la nueva Jerusalén, obra exquisita del gran artesano divino que le ha construido murallas de fino jaspe cristalino, con cimientos de jaspe, zafiro, calcedonia, esmeralda, sardónica, sardio, crisólito, berilo, topacio, crisoprasa, jacinto y amatista; con 12 puertas de perla de gran oriente y anchas avenidas de oro fino, que no necesitará ni del sol ni de la luna, porque para siempre su única lámpara será el Cordero de Dios.
Vivimos en el misterio de Dios y necesitaremos siempre de la imagen y la analogía para intuir y sentir la cercanía de esa realidad que nos supera al máximo, como es el mismo Dios y Señor de la vida. Los pintores colocaron a los santos, casi inmóviles, sobre un trono de nubes; extáticos y felices hasta el extremo por poder contemplar de cerca la magnificencia del Reino de los Cielos y sobre todo disfrutar del gran regalo de la cercanía de Dios.
Santa Teresita de Lisieux, en cambio, esperaba además poder “pasar su cielo haciendo el bien en la tierra”. Nada de descanso eterno, sino de eterna dicha haciendo el bien. Intercediendo en oración por los que hemos quedado abajo todavía y aguardamos un día la resurrección que Dios nos tiene preparada, como una muy agradable sorpresa, sin achaques, sino en la plenitud de la vida y la belleza.
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