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El día 25 más celebrado en todo el año le toca a diciembre, la Natividad del Señor.

Pero hay otro día 25 que también merecería subrayarse, el de marzo, Solemnidad de la Anunciación del Señor. Como cae justamente nueve meses antes del nacimiento de Jesús, se sobreentiende que el misterio de la Encarnación aconteció ese mismo día.

Este vitral en la iglesia de St. Maximilian Kolbe en Pembroke Pines representa al angel Gabriel, anunciándole a una humilde María que ella concebirá al Hijo de Dios. Él sostiene los lirios de Pascua, un símbolo de la muerte y de la resurrección de Jesús. La paloma simboliza el Espíritu Santo.

Fotógrafo: Jim Davis

Este vitral en la iglesia de St. Maximilian Kolbe en Pembroke Pines representa al angel Gabriel, anunciándole a una humilde María que ella concebirá al Hijo de Dios. Él sostiene los lirios de Pascua, un símbolo de la muerte y de la resurrección de Jesús. La paloma simboliza el Espíritu Santo.

Para subrayar el carácter invisible de un misterio fronterizo entre la eternidad y el tiempo, la Liturgia lo sitúa de noche: “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra poderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos”. (Ant. al Magnificat, 26 de diciembre; Sab. 18,14-15).

La Misa del día se asemeja a la de Navidad en que al recitar el Credo todos se arrodillan a las palabras: “Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen”.

Se trata de un hecho salvífico que toca prodigiosamente la materia. Los racionalistas no objetan que Dios intervenga en las almas con sus santas inspiraciones, pero tienen dificultad con que actúe en la materia. De ahí sus resistencias a misterios como la Encarnación, la Resurrección y la Eucaristía, actuaciones divinas en lo material y corpóreo. 

San Pablo llama “plenitud de los tiempos” (Gal 4,4) a la fecha histórica en que el Hijo eterno toma naturaleza humana. Con este primer misterio gozoso, la Encarnación, comienza el fin de la historia de la salvación: “En esta etapa final, Dios nos ha hablado por el Hijo” (Heb. 1,2). Con el envío de Jesús al mundo se ha agotado la capacidad reveladora de Dios. A partir de Él ya no vendrá nada esencialmente nuevo, sino progresivas profundizaciones del mensaje bajo el soplo del Espíritu Santo, alma de la Iglesia.

La escena de la Anunciación procede básicamente de las investigaciones históricas que hizo el tercer evangelista. Se tomó el trabajo de remontarse hasta los mismos testigos oculares: “También yo he resuelto escribirte los hechos por su orden, ilustre Teófilo, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio” (Lc 1,3).

Para narrar la Anunciación la única fuente posible y fiable era la depositaria del anuncio, la misma Virgen María, de quien se dice que “conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2,19.51).

De tan singular anuncio debe subrayarse en primer lugar el nombre que llevaría el que iba a nacer. Tendría que llamarse necesariamente “Jesús”, nombre que expresa su identidad y misión; viene el Salvador a salvarnos. Y en segundo lugar, llega como rey de un reino eternal. Este carácter eterno de su reinado ha pasado al Credo litúrgico: “Y su reino no tendrá fin”.

En cuanto a la modalidad de la concepción, el anuncio dice, “el Espíritu Santo vendrá sobre ti”. La actuación de la tercera persona divina no pudo ser de otra forma que espiritual. La acción del Paráclito en María puede compararse a la intervención del Espíritu en la Liturgia. Para que en la celebración eucarística Jesús se haga presente transubstanciando el pan y el vino, se invoca primero al Espíritu Santo con una oración llamada “epíclesis”: “Por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo Nuestro Señor”.

Completado el anuncio angélico, María se quedaría pensativa. Ella, Virgen prudentísima, pondera y discierne qué responder a propuesta tan grandiosa e insólita como la de convertirse en la madre-virgen del Hijo del Altísimo. En un sermón, el doctor melífluo, San Bernardo, se impacienta esperando la respuesta de María y la apremia a responder afirmativamente: “¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree: dí que sí. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Creador. Mira que el deseado de las gentes está llamando a tu puerta” (Oficio de lectura del 20 de diciembre).

María no quiere tener ningún proyecto personal al margen del plan de Dios. Como representante de la humanidad, ella por fin acepta libremente la misión de permitir que el Verbo eterno tome carne en ella (cfr. Jn 1,14). Da su consentimiento con esta lapidaria respuesta: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Después de ese “fiat” (“hágase”), Dios, que siempre estuvo cercano a su pueblo, comienza a estarlo de un modo nuevo y más radical aún. Dios se hace para siempre Emmanuel, “Dios con nosotros” (Mt 1,23).

Cada domingo y demás días de precepto, profesamos nuestra fe en la Encarnación del Hijo de Dios, afirmando “que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.

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