La Era del Esp�ritu Santo
Monday, May 16, 2016
*Fr. Eduardo Barrios, SJ
Ayer, 15 de mayo, la Iglesia celebró la solemnidad gloriosa de Pentecostés. Ese evento pascual marca el comienzo de la Era del Espíritu Santo.
De ningún modo se entienda el término en el sentido heterodoxo que le dio el monje Gioacchino da Fiore (1135-1202). Éste dividía la historia sagrada en tres etapas: Era del Padre correspondiente al Antiguo Testamento; Era del Hijo comenzando con la Encarnación del Hijo de Dios o Nuevo Testamento; y Era del Espíritu Santo, a partir del siglo XIII, la cual inauguraría un mundo tan idílico y en tan directa comunicación con Dios que haría superflua la organización eclesial. Precisaba que esta etapa comenzaría el año 1260; sacó la fecha de una exégesis subjetiva de Apocalipsis 11,3 y 12,6. Sus predicciones fueron censuradas por el Papa Alejandro IV (+1254).
Llamamos Era del Espíritu Santo al tiempo de la historia de la salvación entre el momento en que Jesús termina su misión histórica y su parusía o retorno glorioso, es decir, el tiempo de la Iglesia.
El protagonismo del Espíritu Santo cobra fuerza al llegar “la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4). La Encarnación del Verbo se realiza por obra y gracia de la tercera persona divina: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1,35a). El tercer evangelista es quien más subraya la acción del Espíritu Santo en la vida pública de Jesús, especialmente con las escenas del bautismo y las tentaciones en el desierto. También señala la acción del Espíritu divino en la oración de Jesús: “En aquella hora, Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo, y dijo, 'Te doy gracias, Padre…'” (Lc. 10,21).
Pero la efusión plena del Espíritu Santo tendría que esperar a que Jesús resucitase. En cierta ocasión Jesús dijo: “El que tenga sed, que venga a mí y beba” (Jn 7, 37). El evangelista explica esa invitación con estas palabras: “Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado” (Jn 7,39).
San Lucas, autor de los Hechos de los Apóstoles, data la venida del Espíritu Santo 50 días después de la Resurrección. Pentecostés es una palabra que se deriva del número 50. La primera lectura de la Misa de ayer narra el misterio que clausura el tiempo pascual, Hechos 2,1-11.
Pero San Juan, siempre inclinado a unificar los misterios gloriosos, coloca la venida del Espíritu Santo el mismo día de la Resurrección. Al declarar que el sacramento para el perdón de los pecados es fruto de su obra redentora, Jesús dice a sus apóstoles: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22). Algunos escrituristas llegan a sospechar que San Juan alude al Espíritu Santo como fruto inmediato de la muerte de Jesús. La frase, “E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19,30), admite dos interpretaciones. La más obvia es que Jesús expiró, pero también podría leerse, “entregó el Espíritu” con mayúscula, en referencia al Espíritu Santo.
Lo cierto es que la experiencia pentecostal transformó a los apóstoles y demás discípulos en nuevas criaturas. A partir de ese tercer misterio glorioso se puede decir que nace plenamente la Iglesia. El espectacular crecimiento del nuevo Pueblo de Dios no puede atribuirse ni a la sagacidad ni a la elocuencia de los primeros predicadores, sino a la acción del Espíritu Santo.
El documento inspirado que podría considerarse como la historia de la Iglesia primitiva, los Hechos de los Apóstoles, bien podría llamarse Evangelio del Espíritu Santo – tal es el protagonismo del Espíritu en todas las misiones apostólicas que desarrollaban aquellos apóstoles, diáconos y fieles de la primera hora del Cristianismo.
¿Cómo se explica que tantos judíos y gentiles se convirtiesen en cristianos cuando no había imprenta, radio, TV, internet ni tantos recursos de comunicación como tenemos hoy? Pues porque prevalecía la docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. No actuaban en base a meros criterios humanos. El autor de los Hechos de los Apóstoles subraya tanto el liderazgo del Espíritu Santo que llega a dramatizar la narración haciendo hablar al Espíritu Santo. “Un día que estaban celebrando el culto al Señor y ayunaban, dijo el Espíritu Santo, 'Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado'” (13,2).
La laboriosidad del Espíritu Santo en el tiempo de la Iglesia se desarrolla de manera discreta. Digamos que el Espíritu Santo conserva un bajo perfil. Algún teólogo ha llamado al Espíritu Santo “La Humildad Divina”. Sucede que el Espíritu Santo no tiene magisterio propio, ni busca centrar la atención sobre Él mismo. Su acción ocupa el tercer y último lugar en la Trinidad Económica. A Dios considerado en sí mismo se le llama “Trinidad Inmanente”, pero su actuación en la obra creadora y redentora revela a la Trinidad Económica. La iniciativa de la salvación procede del Padre que envía al Hijo. Éste dice que enseña lo que el Padre le ha encomendado transmitirnos. “El Padre que me envió es quien me ha ordenado todo que he decir y cómo he de hablar” (Jn 12,49). A su vez el Espíritu Santo interioriza las enseñanzas de Jesús: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,26).
Para que los cristianos de hoy podamos cumplir con la misión apostólica recibida, necesitamos contar con la acción del Espíritu Santo. Es necesario mantenernos abiertos a sus inspiraciones y receptivos a sus carismas.
La celebración anual de Pentecostés nos invita a rezar para que el Espíritu Santo nos inunde con sus siete dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios (cfr. Is 11,1-2).
¿Cómo podemos saber que realmente vivimos como templos del Espíritu Santo? Viene a colación una frase de Jesús: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,16).
Pues bien, los frutos de las personas espirituales, es decir, las guiadas por el Divino Paráclito son: “Caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, dominio de sí, castidad” (Cfr. Gal 5, 22-23).
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