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Hace un tiempo enseñaba yo Sagrada Escritura a una comunidad de religiosas muy interesadas en profundizar en el conocimiento de los evangelios. Mientras desarrollábamos los relatos de la infancia escritos por Mateo y Lucas, una de ellas me comentó cuán difícil se le hacia meditar las Escrituras si no imaginaba las escenas bíblicas tal cual las contaban los evangelistas. Necesitaba, porque así lo había aprendido en su formación, hacer una “composición de lugar’’ que incluía diálogos, paisaje, personajes y además imaginar una trama de fondo; y por eso el intentar descubrir el sentido de los textos le confundía demasiado.

Claro que, por supuesto, para hacer oración, meditación, lectio contínua – todos los recursos a nuestro alcance que nos ayuden a sintonizar con cualquier forma de encuentro orante con el Señor, son válidos y convenientes.

Sin embargo, el entender el significado y el alcance de los textos sagrados nos puede llevar a una mayor y más profunda experiencia de oración. La Constitución “Dei Verbum”, del Vaticano II, pide al intérprete de la Escritura conocer los modos propios de hablar de la época del autor, el significado de las palabras y las expresiones comunes más frecuentes, para intentar descubrir qué querían decir esos relatos, su intencionalidad y por tanto su mensaje; porque no se trata de saber de lo que la biblia dice, sino principalmente de lo que quiere ella decirnos.

El género literario “Infancia” era una forma o recurso literario usado entonces para presentar o introducir las características que describen a quien iba a ser el centro de toda la narrativa. Su intención no es contar puntualmente lo sucedido en aquella primera etapa de su vida, sino la presentación en clave introductoria de los contenidos importantes que constituirán luego el cuerpo principal de la obra. Eso explica las interesantes diferencias que encontramos en los relatos de la infancia de Jesús escritos por Mateo o Lucas.

Toda obra literaria supone la existencia de un acuerdo tácito entre el lector y el autor. Así, este al narrar, no necesita ofrecer todos y cada uno de los datos, significados y contenidos presentes en el texto, porque parte de la convicción de que el lector comparte su mismo contexto cultural. De no ser así tendría que explicar el significado de cada palabra, imagen o gesto presentes en el texto, lo que haría tediosa, abrumadora e insoportable la lectura del mismo.

Los autores de los evangelios sinópticos compartían la cultura semita mediterránea del siglo primero y eso está muy presente en las historias de la infancia de Cristo. Cuando Lucas menciona la esterilidad de Isabel, no necesita describir la situación social de la mujer sin hijos, que no llegaba a formar parte de la familia de su marido hasta que no le diera a este un hijo varón. Mateo supone que sabemos que los pastores pertenecían a una clase despreciada en Israel y eran considerados sin prestigio social alguno. A ellos no se les permitía ser testigos ante los tribunales y su vida en el campo, lejos de la casa, levantaba siempre sospechas sobre el honor de sus mujeres.

Al decirnos Lucas que son pastores los que llegan ante Jesús recién nacido para reconocer en éste el signo que Dios les ha dado, está afirmando la predilección del Señor sobre los pobres, los primeros en recibir la luminosa buena nueva que los ha sorprendido mientras estaban en vela, aguardando el final de la noche y la seguridad del día. Una experiencia que los pone en movimiento, a toda prisa y con el corazón rebosante de alegría.

Mateo necesita relatar el itinerario de los paganos, no solo porque en su comunidad ya había un nutrido grupo de ellos, sino porque además quiere anticipar el llamado universal con que se concluye su evangelio. Estos misteriosos personajes venidos del Oriente, por su profesión de astrónomos, deben pasar la noche en vela, como hacen también los pastores, para poder observar la maravillosa danza nocturna de las estrellas. A ellos, al igual que a los pastores, los sorprende una extraordinaria luz, una estrella que les echará también al camino, en una andadura compleja, peligrosa e incómoda, para comprobar el signo que han visto en la noche. Una misión que no pueden hacer a través de criados o mensajeros a su servicio, sino solo personalmente, porque la búsqueda de Cristo es siempre una experiencia intransferible.

Los magos indagan en Jerusalén y los doctores de la ley los orientan al caserío de Belén; así Mateo nos afirma que nadie puede llegar ante el Mesías sin buscarlo y contemplarlo presente en la Escritura. La finalidad de su viaje es encontrar al rey de los judíos, por eso Mateo reproduce ese encuentro a la manera de una audiencia real, en la que el soberano se presenta junto con la reina, que en Israel no es su esposa, sino su madre.

Los relatos de la infancia concluyen con la dramática escena del extravío de Jesús niño, cuando al cumplir los 12 años sube con ellos a Jerusalén para celebrar allí la Pascua. Ese es el momento cuando los varones pasan de la tutela de la madre al cuidado del padre. Un importante cambio de vida en el que el varón adquiere nuevas obligaciones, derechos y responsabilidades y ya es reconocido como miembro de la comunidad de Israel.

Esta situación de transición parece explicar porqué, al regreso a Nazaret, cada uno de los padres estaba convencido de que el niño iba con el otro. Lucas no creyó importante o necesario explicarnos que la gente en Israel se movía siempre en caravanas, que una jornada de camino representaba 50 kilómetros de andadura,  que el grupo de los hombres avanzaba en una columna muy separada de la de las mujeres, y que al oscurecer, al caer de la tarde se detiene la marcha y se unen las familias para descansar y compartir los alimentos.

Comprobada la ausencia de su hijo Jesús, José y María corren de regreso a Jerusalén, no solo preocupados y asustados, sino también muy cansados del camino que han recorrido y que deben emprender de vuelta, esta vez en plena oscuridad de una noche siempre llena de peligros y tropiezos.

El evangelista no quiso contarnos la historia de una travesura infantil o de una desconsiderada desobediencia de un hijo casi adolescente, sino que ha querido colocar las primeras palabras pronunciadas por Jesús como la solemne afirmación de su verdadera filiación. Él ha pasado al mundo del padre, al cuidado personal del padre, pero del Padre de los Cielos. Un misterio que en ese momento sobrepasa tanto a José como a María, pero que se revela al que escucha este Evangelio con la firme convicción de que Jesús es el Hijo único de Dios.  

 

Comments from readers

Terry - 12/21/2015 06:25 PM
Very interesting!

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