Una nueva peregrina recuerda su jornada para ver al Papa en DC
Monday, October 5, 2015
*Cristina Cabrera Jarro
Cuando me invitaron a cubrir el viaje de un grupo de peregrinos de la Arquidiócesis de Miami a Washington, D.C., lo primero que cruzó mi mente fue "¡Genial!" Cuando me enteré de que íbamos a viajar en autobús durante más de 20 horas, pensé "Ok. Este viaje será malísimo para mi espalda y mi trasero".
Como sucede con todas las peregrinaciones, para alcanzar la recompensa final se requiere algún tipo de sacrificio. Mientras me preocupaba por un largo e incómodo viaje en autobús, me puse a pensar en los peregrinos del pasado; los que realmente lo pasaron difícil en exteriores y realizaban sus viajes a pie. Pensé en Jesús y sus apóstoles, que viajaban a lo largo de la Tierra Santa; pensé en los peregrinos que recorren el Camino de Santiago, en España (que está en mi lista de peregrinaciones por hacer antes de morir); recordé mis días en la universidad, e incluso pensé en los peregrinos en los Cuentos de Canterbury, de Chaucer.
¿De qué me preocupaba, si no estábamos caminando desde Miami a Washington D.C.? Es cierto que nos inquieta salir de nuestra comodidad, pero se puede lograr mucho con un poco de sacrificio. Así que empaqué una pequeña maleta, una mochila con todo mi equipo de reportera (cámara, lentes, ordenador portátil, bolígrafos, libreta, etc.), una almohada para el cuello, y mi pendiente de San Cristóbal (patrono de los viajeros).
Salir de Miami fue mucho más fácil de lo que imaginaba; sin embargo, salir de la Florida respetando el límite legal de velocidad en la I-95, toma entre seis y siete horas. Al ir de tan lejos, nos preocupamos por algún problema en la seguridad o un pequeño cambio en el itinerario del Papa. Decidimos que tendríamos que llegar antes a nuestro destino, sólo para estar seguros de ver al Papa Francisco. Nuestros peregrinos eran muy cooperadores: estuvieron más que dispuestos a tener paradas más cortas, y una parada de 40 minutos en Port St. Lucie se redujo a poco más de 30 minutos.
El tiempo que avanzamos fue valioso, especialmente cuando a eso de las 2:20 de la madrugada aparecieron las primeras señales de tránsito que indicaban “Washington, D.C.”. Alrededor de las 4:30 de la mañana, vimos el Monumento a Washington, asomándose como un faro de bienvenida para quienes habían llegado desde lejos.
Lo que sucedió después me tomó por sorpresa. ¡Hacía frío! Para los miamenses nativos, toda temperatura bajo los 70 grados es invierno, y D.C. nos recibió con temperaturas en los 60. La sensación térmica entumeció un poco mis manos mientras me aferraba a mi cámara y me ubicaba junto a una valla en la ruta que recorrería el Papa en la Elipse.
Pero tratar con otros peregrinos, algunos de ellos arropados para una tormenta de nieve, me hizo olvidar el frío que tenía y lo cansada que me sentía. Al ver a los peregrinos en oración, cantando y abrazándose para los “selfies”, persiguiendo a los vendedores de recuerdos papales, gritando "¡Que viva el Papa!", y socializando con otros peregrinos que ni siquiera conocían, me di cuenta de lo bendecida que era al vivir ese momento y compartirlo con muchos.
Esa fue la primera vez que vi al Papa Francisco — de hecho, la primera vez que veía un papa. Yo no había nacido cuando san Juan Pablo II visitó Miami, pero mi familia cuenta con cariño esa experiencia, sobre todo porque mi abuelo trabajaba en la Arquidiócesis de Miami en aquel tiempo. Yo estaba un poco decepcionada porque ya no podía compartir esta experiencia papal con ellos, pero rezo por que esta no sea nuestra única oportunidad de ver a un papa de cerca.
Después de que el Papa pasó en su papamóvil americanizado, un Jeep Wrangler, a menos de 10 millas por hora y a menos de 30 pies de distancia, me sentí tranquila y calmada — no necesariamente la sensación que se espera al estar en una multitud de varios miles que empujaban desde atrás para echarle un vistazo al Papa.
Durante todo este viaje, recuerdo que pensaba en cuántos cambios Francisco trae al mundo por ser un hombre tan sencillo y amable que quiere llegar a la gente, sin importar el riesgo.
También me sentí agradecida porque, entre sus prioridades para venir a los Estados Unidos, estaba el Encuentro Mundial de las Familias, en Filadelfia. Y aunque no cubrí Philly, realicé una reunión con mi propia familia después de que los peregrinos de la Arquidiócesis regresaron a sus casas. En lugar de volver al autobús, me aventuré a ir a Spotsylvania, Virginia, para pasar un tiempo con miembros de la familia, a los que sólo veo una vez al año. Me sentí como una pionera, esperanzada en abrir el camino para que el resto de mi familia venga a visitarlos en el futuro.
Esa noche, cansada después de todo lo que había soportado con mis compañeros peregrinos durante las últimas 72 horas, exploré los medios sociales y los titulares para ver la cobertura sobre el Papa, intentando mantenerme despierta para ver el arzobispo Thomas Wenski en el programa nocturno Late Show, con Stephen Colbert.
Fue entonces cuando mi primo me mostró un video del Portavoz de la Cámara, John Boehner, quien lloraba mientras el Papa Francisco se dirigía a la multitud congregada detrás del Capitolio. Estábamos como a una distancia de un campo de fútbol, y mientras tomaba fotos, no me había dado cuenta de su emoción. Saqué mi cámara para ver las fotos que había tomado y, efectivamente, Boehner estaba llorando. A la mañana siguiente, anunció su retiro del Congreso.
Que un hombre santo provoque lágrimas y una transformación en un político, es un signo seguro de que el cambio está ocurriendo; y oro para que ese cambio resulte en unos Estados Unidos mejor, y en mundo mejor.
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