Mi regreso a Cuba: una estela de fe
Monday, September 28, 2015
* Ana Rodriguez Soto
Cuando los cubanos hablan sobre las cosas que dejaron en la Isla, la mayoría — especialmente los de las primeras oleadas del exilio — cuenta de casas y terrenos, quizás de un negocio. Sin embargo, este mes me di cuenta de que lo que mis padres dejaron atrás fue una estela de fe.
Viajé a Cuba del 18 al 21 de septiembre junto con casi 200 peregrinos arquidiocesanos — es increíble, mi cuarto viaje a la Isla desde 1998, y el tercero desde 2011. Nunca imaginé que regresaría tantas veces tras salir hacia España como una niña de 2 años, junto con mis padres y mi hermana de un año de edad.
Pero tres papas han ido a Cuba desde la primera visita histórica de san Juan Pablo II en 1998, y he tenido el privilegio de cubrir cada una de sus visitas para el periódico arquidiocesano.
El viaje de 2011 no tuvo que ver con un papa, pero fue muy especial: era una peregrinación desde la Habana hasta Santiago con el arzobispo Thomas Wenski y la Asociación Cubana de la Orden de Malta. Por el camino, nos detuvimos en iglesias donde las donaciones de los Caballeros proveen alimentos para los ancianos.
En este, mi cuarto viaje, tuve el privilegio de estar acompañada por mi hija, una “ABC” (“American Born Cuban”, o sea, una cubana nacida en los Estados Unidos) — frase de la cual me enteré por medio de la prensa que realizaba entrevistas en el aeropuerto internacional de Miami.
No sabíamos que tal cosa (o persona, más bien) existiera, pero al reflexionar sobre ello, el término sí aplica: como tantos de su edad, mi hija nació en Miami “sintiendo” sus raíces cubanas a pesar de que nunca había puesto un pie en la Isla, y de padres que casi no recordaban su país natal, pero nunca olvidaron su exilio.
El hecho de que ella no era la única “ABC” en este viaje prueba que las raíces cubanas son mucho más profundas que el café cubano y los frijoles negros.
Mi hija deseaba ir a Cuba para visitar los lugares de los que había escuchado en los cuentos de su abuela sobre la historia familiar. Lo ideal hubiera sido que mi madre (su abuela) fuera con nosotras, y hubiese ido si tuviera la capacidad física. Pero caminar ya es difícil a la edad de 85, y sólo subir y bajar del autobús habría resultado un desafío diario muy doloroso.
Esto significaba que teníamos que dejarnos llevar por el mapa que nos preparó — escrito y enviado por correo electrónico de antemano — para llegar hasta donde queríamos ir. Entonces me di cuenta de que los puntos sobre ese mapa no sólo eran lugares — ella vivió en la misma casa en El Vedado hasta que se casó — sino una historia sacramental de su vida:
- las Catalinas, la iglesia y el convento frente por frente a la humilde casa alquilada donde nació y creció, el lugar donde “cruzaba la calle para ir a misa” cada mañana;
- San Juan de Letrán, la iglesia donde se casó con mi padre;
- la iglesia del Carmen, donde sus padres (mis abuelos) se casaron y donde ella fue bautizada;
- y, por supuesto, Jesús de Miramar, donde mi hermana y yo fuimos bautizadas y donde, por pura coincidencia, el arzobispo Thomas Wenski celebró la misa el 19 de septiembre para los peregrinos arquidiocesanos.
Como lugares para visitar, mi madre también anotó la catedral de La Habana, la parroquia de El Vedado, las iglesias de la Merced y San Francisco, en La Habana Vieja, y la iglesia de San Ángel, en La Habana central.
Puso frente a nosotras todas estas paradas de memoria: “Saliendo de la Plaza de la Revolución, tratar de bajar hacia el malecón, por la calle Paseo. Doblar derecha en la calle 25 … De allí pueden seguir por la calle Paseo hasta la calle 23 e ir toda 23 hasta la calle G (Ave. De los Presidentes) y doblando a la derecha…”
Sí, también mencionó el cine (antiguo Radio Centro, ahora Yara), el Havana Hilton (ahora Habana Libre), y la Universidad de La Habana, “los lugares que frecuentaba en mi juventud”.
Pero la gran mayoría de las paradas eran iglesias, porque su juventud se centró en su fe y en su participación en la Juventud de Acción Católica.
Fue esa fe la que le sostuvo a ella, a mi padre y a mis abuelos durante las dificultades del exilio, inicialmente en España y luego en los Estados Unidos. Fue esa fe la que nos transmitieron a nosotros, sacrificando cosas — muebles nuevos, carros nuevos — para poder enviarnos a nosotros tres (mi hermano nació en España) a las escuelas católicas. Fue esa fe la que espero haber transmitido a mis hijos.
Por eso, de algún modo es razonable — por esas “Cristo-incidencias” — que todos mis viajes a Cuba hayan sido motivados por jornadas de fe: las visitas de tres papas y una con los Caballeros de Malta.
No, mis padres no perdieron bienes raíces en Cuba. Lo único que perdieron por el exilio fueron los hermosos atardeceres desde el Malecón de La Habana, y el azul incomparable de las aguas cubanas.
Trajeron sus memorias y las pasaron hasta la tercera generación. Mantuvieron su fe, y también la transmitieron. Y desde temprano, nos enseñaron la lección más importante: nos podrán quitar las cosas materiales, pero la fe y las memorias nos sostendrán por siempre.
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