La alegr�a de la Navidad
Monday, December 22, 2014
*Rogelio Zelada
Después de que el rey de Asiria hiciera pedazos las murallas y la esperanza de Israel, el profeta Isaías no llora ni se lamenta, sino que conversa con Dios y anuncia un nuevo tiempo de bendiciones a un pueblo que camina en la mas negra noche del exilo. Les promete, en nombre del Señor, una desbordante fuente de alegría: el signo de un niño que ha de nacer, el héroe divino, el príncipe de la paz; la llegada de una era luminosa que los hará estremecerse de alegría ante la grandeza del Santo de Israel que vendrá.
De manera semejante, Sofonías reconoce con asombrado entusiasmo que su Dios es tan compasivo y misericordioso, que no solo salta de gozo por estar en medio de sus hijos, sino que al abrazarlos lanza gritos de alegría, como cualquier israelita que celebra con amigos y familiares en los días de fiesta. Para la tradición de Israel, la alegría de Dios es la gran señal de su presencia en la historia de la salvación y en cada uno de los personajes y acontecimientos que la van construyendo.
Al dar al incrédulo Zacarías la noticia del embarazo de Isabel, el enviado de Dios le anuncia ufano que tendrá un futuro lleno de felicidad; el nacimiento de un hijo que alegrará a muchos en Israel; una alegría liberadora que transformará la vida de Isabel, porque el Señor en su bondad la ha redimido de la humillación de su vientre seco, incapaz de dar la vida.
¡Alégrate! Resuena en la cueva de Nazaret, donde vive la joven María, y es como la primera gran nota de la sinfonía del Evangelio que empieza; ese mismo grito gozoso hará saltar a Juan en el vientre de Isabel y explotará de entusiasmo en el solemne cántico que María entona con delicada inspiración ante las maravillas que el Todopoderoso ha hecho en y a través de ella.
Una alegría tan honda que logra despegar la lengua del anciano Zacarías y le hace componer un cántico con sabor de salmo que enumera las promesas y bondades sin fin del Dios de Israel; es la misma alegría que en los campos de Belén inunda la noche con el extraordinario concierto de un muy bien afinado coro de ángeles, que asombra a los pobres pastores de la comarca con el anuncio de la irrupción del Salvador, el Señor; nacido tan pobre como ellos, y que ha pasado su primera noche entre su pueblo recostado sobre las pajas de un rústico comedero de animales.
Después de larguísimos andares, un grupo de sabios de reputada fama atraviesan los muros de Sión con una caravana atestada de sirvientes y pertrechos, necesarios para el recorrido que han tenido que hacer para llegar hasta el rey. Saben que ha nacido en Judea, porque así lo anunció la estrella que vieron brillar con inusitado y extraordinario resplandor. Como Herodes no tiene idea al respecto, preguntarán a doctores y escribas que, con toda la erudición de su conocimiento de la Ley y los Profetas, dictaminan: será en el minúsculo caserío de Belén, la “Casa del Pan”, la patria de Jesé, el padre del gran rey David.
La alegría les aflora al ver la estrella que, para evitar toda duda, se ha posado tranquila sobre la casa del recién nacido. Allí Mateo describe con detalle toda una escena de realeza; encontrarán y serán recibidos por el rey, como ordena todo protocolo solemne de bienvenida: junto con la reina, su madre. Después de los regalos de rigor, ya no regresarán a su tierra por el mismo camino, porque todo el que ha visto la luz de Cristo y ha experimentado la alegría de poseerla no puede utilizar las viejas sendas ya gastadas.
La alegría es una señal inequívoca del paso de Jesús y de los apóstoles por los predios de la salvación; el anuncio del evangelio la causa constantemente, los discípulos se llenan de ella al ver a su Señor resucitado, los apóstoles la experimentan cuando tienen que padecer por fidelidad a su Maestro y la hay y la habrá siempre en el cielo por un solo pecador que se convierta.
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