By Archbishop Thomas Wenski - The Archdiocese of Miami
El Sínodo Sobre la Familia del mes pasado tuvo como propósito el “prestar oído al ritmo de nuestro tiempo”, tal como lo señaló el Papa Francisco. El Sínodo fue sin duda “extraordinario”: fue “extraordinario” porque fue una precuela de un Sínodo “ordinario” que tendrá lugar el próximo año, y que también estará dedicado a la familia. Y, sin duda, fue “extraordinario” por el enorme interés que generó en los medios. Esto era comprensible, ya que se centró en importantes cuestiones relativas al matrimonio, la familia y la moral sexual, incluyendo aquellas que son controversiales tanto dentro como fuera de la Iglesia. Estos temas inciden en las realidades que enfrenta la mayoría de los católicos y de otras personas en su vida cotidiana.
Tal como el Concilio Vaticano II enseñó hace 50 años, la familia es la “escuela de la humanidad” (GS n� 50) y, como recinto de la vida espiritual para la mayoría de la gente, y principal vehículo para la transmisión de la fe a las generaciones futuras, la familia es, para los católicos, la “iglesia doméstica”. La familia se encuentra actualmente en crisis: en Occidente, el colapso de la narrativa cultural del matrimonio significa menos casamientos y cada vez más hijos que nacen dentro de familias carentes de la estabilidad necesaria. Como secretario del Sínodo, el Cardenal Lorenzo Balderiserri dijo: “La recuperación del Evangelio de la familia es clave para una Iglesia más misionera que pueda caminar con la gente contemporánea, cerrando sus heridas y guiándoles en la vida espiritual”.
La Iglesia está llamada a vivir en la armonía de la misericordia y la justicia, la pastoral y la doctrinal, trabajando de tal manera que sea, a la vez, madre compasiva y maestra precisa. Como el Cardenal Francis George, de Chicago, comentó recientemente: “La práctica pastoral debe reflejar la convicción doctrinal. No es ‘misericordioso’ el decir mentiras a la gente, como si la Iglesia tuviera la autoridad para darle permiso a alguien para hacer caso omiso de las leyes de Dios”. Esto significa, como decía San Pablo: “Vivir la verdad en el amor”. La verdad y el amor son ambos necesarios, pues el amor, divorciado de la verdad, se convierte en simple sentimentalismo.
En los debates celebrados durante el Sínodo Sobre la Familia en Roma �especialmente según lo informado por los medios seculares�, a algunos les pareció que unos cuantos de los obispos decían que el “problema” era el Evangelio. Y hay algunos de los que están dentro y fuera de la Iglesia que podrían haber esperado que la Iglesia cambiaría uno u otro de los “dichos duros” del Evangelio. Pero hoy en día nuestra sociedad tiene dificultades para distinguir el bien del mal. Y así, ¿de qué serviría en tal situación el diluir la verdad?
El Cardenal Kasper, en efecto, agitó las aguas, pero las discusiones subsiguientes no causaron ningún cambio en la práctica pastoral. Al final, el Sínodo emitió una serie de reflexiones y recomendaciones que se ajustan perfectamente a la tradición católica. Quienes pensaban que los padres sinodales aprobarían cambios en la doctrina de la Iglesia, resultaron decepcionados. Los obispos rechazaron cualquier propuesta pastoral que, en la práctica, tendiera a socavar las enseñanzas de Cristo sobre el matrimonio. Para quienes sugieren que, para las familias de hoy en día, el Evangelio es el problema, los obispos y el Papa afirmaron que el Evangelio de Jesucristo no es el problema, sino la solución. Al lidiar con el desorden (es decir, con el pecado) de nuestras vidas y las vidas de nuestros seres queridos, la solución para nuestras familias y para nosotros mismos se encuentra en “vivir la verdad en el amor”.