By Archbishop Thomas Wenski - The Archdiocese of Miami
El Arzobispo Thomas Wenski predicó esta homilía durante la Misa que concluyó una semana de actividades paralelas a las de la Jornada mundial de jóvenes para aquellos jóvenes que no pudieron ir a la JMJ en Lisboa. La Misa se celebró en los Terrenos de los Corazones Traspasados (Land of the Pierced Hearts) en Homestead, el 6 de agosto de 2023.
Seguro que la mayoría de ustedes han visto esos programas de televisión cuya premisa es darle un “Make-Over” a un participante.
Por ejemplo, el Today Show de vez en cuando presenta lo que ellos llaman un "cambio de imagen de emboscada" o sea, AmbushMake-over. A una persona sencilla se le da un peinado nuevo, ropa nueva, a veces partes del cuerpo nuevas, y esto se hace para nuestro entretenimiento. El cambio de imagen es, como máximo, superficial, y no es realmente evidente si el cambio de imagen "revela" u "oculta" el yo real de la persona.
En el Evangelio de hoy, Jesús sufre una especie de cambio de imagen. Su rostro se vuelve radiante, su ropa tan brillante como el sol. Sin embargo, su "cambio de imagen" no es solo superficial. Viene de dentro de sí mismo, y esto no se hace para nuestro entretenimiento sino para nuestra edificación. Y la transfiguración de Jesús responde algunas preguntas reales sobre quién es realmente este Jesús: escuchamos la voz de Dios que dice: Este es mi hijo amado, escúchenlo.
Y, por supuesto, se nos dice que lo que le sucedió a Jesús no se entendería realmente hasta después de su muerte y resurrección, porque esto sucede en el monte Tabor, una escala durante el viaje de Jesús hacia Jerusalén, donde sufrirá, morirá y resucitará.
Jesús va al Calvario, a la Cruz. Pero su “cambio de imagen” en el Monte Tabor nos dice algo acerca de quién es Jesús y cuál era su misión: él es el Hijo del Hombre, que ha venido al mundo para redimir al mundo a través de su muerte y resurrección. Moisés y Elías están allí para explicar que todo lo que habían dicho y escrito en el Antiguo Testamento era para preparar la venida de Jesús y lo que haría.
¿Y por qué sufriría y moriría Jesús? Para hacer posible nuestro propio “make-over”, y no sólo superficial, uno por fuera, sino uno por dentro, que nos cambie y nos haga hijos e hijas de Dios.
¿Y quién no querría tal “cambio de imagen” y quién no lo necesita? ¿Cómo podemos transformarnos? ¿Cómo podemos transformar el mundo? Con demasiada frecuencia, en nuestros intentos de “rehacernos” a nosotros mismos y a nuestro mundo, nos violentamos a nosotros mismos y al mundo. (Hoy es el aniversario de la primera bomba atómica que se lanzó sobre Hiroshima).
Incluso hoy en día, las personas confían demasiado en el amor al poder, para transformarse a sí mismas y a los demás. Sin embargo, Jesús nos dice que el camino hacia un verdadero cambio de imagen no es a través del amor al poder, sino a través del poder del amor.
El poder del amor se muestra en el don de sí mismo, en su muerte en la cruz. Así es como Jesús realizará su cambio de imagen definitivo; y este es el camino para nosotros y nuestro ser hechos a la imagen de Cristo.
A Pedro le hubiera gustado quedarse en el monte Tabor, y a veces hemos tenido “experiencias en la cima de la montaña” similares que desearíamos que nunca terminaran, un momento quizás en el que Dios parecía particularmente cercano a nosotros o como el momento en que nos enamoramos por primera vez. Pero luego la vida nos llama de vuelta a la realidad. Jesús nos dice, como le dijo a Pedro, que tenemos que bajar de la montaña. Para Jesús, para Pedro y para cada uno de nosotros, el camino de la gloria, ese cambio de imagen final que nos espera en el cielo, pasa por el Vía Crucis, el sendero de la Cruz.
La Misa nos hace presente la cruz. Cada Misa es una re-presentación, aunque no sangrienta, del Sacrificio de Cristo en el Calvario. La Eucaristía, como memorial de su pasión y muerte, nos recuerda que el poder del amor de Cristo puede transformarnos y renovarnos. La Misa anticipa ese cambio de imagen final, porque comemos el alimento espiritual de Su Cuerpo y Sangre, no para convertirlo en nosotros mismos, sino para que nos convierta en Aquel a quien recibimos.
Fortalecidos por la Eucaristía, nosotros también debemos descender al valle, para seguir a Jesús y servir a nuestros hermanos y hermanas, soportando nuestra parte de las dificultades por el evangelio.
El cristianismo no es, como algunos de nuestros críticos han sugerido a lo largo de los siglos, una forma de escapar de las dificultades y problemas de la vida diaria. Nuestro culto a Dios no nos saca del mundo, sino que nos inserta en el mundo de una manera nueva. Sí, como Iglesia, estamos llamados a no ser del mundo; sin embargo, permanecemos en el mundo, no para estar contra el mundo sino para estar a su favor. Cristo nos llama a ser sal, a dar sabor al mundo; Cristo nos llama a ser levadura – a transformar el mundo.
Esto requiere, de nuestra parte, un trabajo arduo porque uno no puede transformar el mundo sin transformarse primero a sí mismo. Nuestra fe es un hermoso don, una gracia que Dios nos da gratuitamente pero también es una tarea que nos ha sido confiada. Al terminar nuestra celebración de JMJ (Jornada mundial de jóvenes) emprendamos la tarea de la fe con renovado vigor y entusiasmo, liberados de la mediocridad que nos imponen los hábitos de pecado para que así, por la gracia de nuestro Dios, ¡experimentemos un verdadero “make-over”!