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Columns | Wednesday, October 29, 2014

El Discurso de la Luna

El Concilio Vaticano II abrió una nueva era en la historia de la Iglesia Católica

El Concilio Vaticano II, convocado por el Papa Juan XXIII, abrió una nueva era en la historia de la Iglesia Católica. En la noche del día inaugural, el 11 de octubre de 1962, el pueblo de Dios acudió en masa, espontáneamente, a la Plaza de San Pedro. Más de cien mil personas se congregaron, antorchas en mano, como una oración luminosa que alzaba hacia el cielo el fuego de la fe y la esperanza.

Photographer: CORTESIA INTERNET

El Concilio Vaticano II, convocado por el Papa Juan XXIII, abrió una nueva era en la historia de la Iglesia Católica. En la noche del día inaugural, el 11 de octubre de 1962, el pueblo de Dios acudió en masa, espontáneamente, a la Plaza de San Pedro. Más de cien mil personas se congregaron, antorchas en mano, como una oración luminosa que alzaba hacia el cielo el fuego de la fe y la esperanza.

Un rumor lejano subió hasta la habitación del anciano pontífice y una multitud de antorchas fue rompiendo la oscuridad de la Plaza de San Pedro, cuyos reflectores se habían apagado temprano, porque esa noche no estaba prevista celebración alguna. En la mañana de ese día, el 11 de octubre de 1962, había dado comienzo, con extraordinaria solemnidad, la apertura del Concilio Vaticano II. Un mar de blancas mitras había inundado la gran basílica renacentista para inaugurar el acontecimiento más grande de la Iglesia Católica en siglos. Miles de periodistas habían captado la escena; las fotos dieron la vuelta al mundo, que vio con gozo y esperanza un momento único e irrepetible. La Iglesia había convocado a sus pastores para iniciar un proceso de renovación, de puesta al día, de “aggionamento” como gustaba decir el “Papa Bueno”, Juan XXIII. 

Esa noche, espontáneamente, el pueblo de Dios acudió en masa a la plaza de San Pedro. Más de cien mil personas se congregaron, antorchas en mano, como una oración luminosa que alzaba hacia el cielo el fuego de la fe y la esperanza que vibraba en ese momento trascendental para la Iglesia y el mundo. 

Mons. Capovilla, secretario personal de Juan XXIII, invitó al pontífice a asomarse a la plaza o, al menos, a contemplar desde detrás de las cortinas el magnífico espectáculo de los fieles congregados en silencio frente a la centenaria basílica. La emoción embargó al Papa, que decidió salir al balcón y dar una bendición a la multitud. “Abre el balcón”, le dijo al secretario. “Debo darles una bendición, pero no tengo ningún discurso preparado”.  

Esa noche, sólo iluminado por la luz de las antorchas y bajo el resplandor de una brillante luna, el Papa cambió de idea y pronunció un discurso nacido de su corazón de pastor. 

El Cardenal Ángel José Roncalli había sido elegido en 1958, a los 76 años, para dirigir los caminos de la Iglesia de Cristo. El Papa anterior, Pío XII, había padecido de una prolongada y penosa enfermedad que no le permitió renovar el Sacro Colegio, como él hubiera deseado. Su fi gura y su legado histórico habían sido tan grandes e importantes, que daba la impresión de que no iba a ser fácil encontrar quien pudiera substituirlo en la Sede de Pedro. Se dijo entonces que el cónclave había preferido elegir a un pontífice de “transición”, un Papa que, dada su avanzada edad, pudiera guiar a la Iglesia durante unos pocos años, con tiempo suficiente para renovar y aumentar el número de cardenales más jóvenes, para la próxima elección pontificia. Ninguno de los cardenales electores pudo imaginar que, a los pocos meses de su pontificado, Juan XXIII convocaría a todos los obispos del mundo para celebrar el Concilio Vaticano II. 

No sólo habían elegido a un pontífice renovador de las estructuras eclesiales, sino que su talante jovial y bonachón infundiría un aire fresco al corazón mismo de la Iglesia. Su diario vivir establecía un fuerte contraste con la fi gura casi hierática de sus predecesores; la espontaneidad de sus respuestas y acciones fue dando a su pontificado una imagen de cercanía y familiaridad nunca antes vista. La noche de su elección no se encontró entre todas las vestiduras preparadas para un posible Papa-electo ninguna que pudiera acomodarse a su voluminosa fi gura. Hubo que descoser e improvisar para que el nuevo pontífice pudiera asomarse al balcón central de la basílica petrina. Los analistas y periodistas presentes se asombraron del pequeño trazado de la cruz con que el Papa recién elegido bendijo “urbi et orbi” desde la “loggia” de San Pedro. Acostumbrados a la gran cruz que trazaban los largos brazos de Pío XII, la cruz del Papa Roncalli les pareció demasiado modesta, casi raquítica. A los que le preguntaban si éste sería su estilo de bendecir, respondió sonriente: “No; es que, según he oído, todos sabían que iba a ser elegido Papa… ¡Menos los sastres!”. 

Nacido en una familia de campesinos de un pequeño pueblo de Bérgamo, en Sotto il Monte, fue el tercero de trece hermanos y nunca olvidó su procedencia pobre y humilde. Muy a menudo, hacía bromas sobre sus orígenes: “Hay tres maneras de perder el dinero en la vida: las mujeres, las apuestas y la agricultura. Mi padre eligió la más aburrida de las tres”. Acosado por los periodistas y los fotógrafos, dijo a un cardenal que lo acompañaba: “Desde hace 77 años, por lo menos, Dios sabía que algún día sería Papa. ¡Ya podría haberme hecho algo más fotogénico!” 

Este hombre sencillo y lleno de bondad, con los ojos humedecidos, contempla desde la ventana del palacio de San Dámaso a la gran muchedumbre que se agolpa a sus pies: “Queridos hijitos, queridos hijitos, escucho vuestras voces. La mía es una sola, pero quiere resumir la de todo el mundo … Se diría que la Luna se ha apresurado esta noche: observadla en lo alto, se ha asomado para mirar este espectáculo… La luz que brilla sobre nosotros, que está en nuestros corazones y en nuestras conciencias, es luz de Cristo… Al regresar a casa encontraréis a los niños; hacedles una caricia y decidles: ésta es la caricia del Papa. Tal vez encontraréis alguna lágrima que enjugar. Tened una palabra de aliento para quien sufre. Sepan los afligidos que el Papa está con sus hijos, especialmente en la hora de la tristeza y la amargura… 

“A la bendición añado el deseo de una buena noche, recomendándoos que no os detengáis en un arranque sólo de buenos propósitos… Siempre llenos de confianza en Cristo, que nos ayuda y nos escucha”.

Que así sea siempre.

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